miércoles, 29 de junio de 2016

El afilador


1-Un silbido recorre el mundo por las mañanas

Una mañana reciente vi al afilador por primera vez en mi vida. Yo salía de la frutería con una bolsa con tomates, pimientos y pepino para hacerme un gazpacho cuando vi a un señor mayor sujetando una bicicleta con una mano mientras que con la otra sujetaba una especie de armónica con el que reproducía ese silbido de armoniosa estridencia que llevo escuchando toda la vida y que cada vez que llega a mis oídos, me remite a la primera vez que lo escuché, o para ser más exactos, a todas y cada una de las veces que he escuchado ese silbido, o para ser más exactos todavía, a un silbido que me remite a toda la vida.

Me quedé casi petrificado, mirándolo a distancia con mi bolsa con tomates, pimientos y pepino en la mano. Yo le miraba con rostro supongo que de admiración aunque lo mismo era de idiota, o de ambas cosas a la vez, y él a su vez me observó, pero no me miró como si dijera que mira el tonto este que parece que no ha visto a un afilador en su vida sino que me miró como si dijera sí, el afilador soy yo, dirigiéndome una sonrisa pícara, legendaria e inmortal, como si me sonriera desde el fondo de mis recuerdos, desde la primera vez que recordaba haber oído el silbido del afilador en la lejanía, quizá una mañana en el colegio, o desde mi casa algún día que había fingido estar malo para no ir al cole (cosa que por cierto, se me daba excepcionalmente bien). Cuando llegué a casa me hice un gazpacho. Me salió bueno aunque no me remitiera a todas y cada una de las veces que he tomado gazpacho.

Lo cierto es que en mi consciencia el afilador nunca había existido como una figura física y concreta; en mi cabeza el afilador era una melodía que existía por si misma, un silbido que recorría el mundo, un poco a la manera en que los reyes magos recorren el mundo en una sola noche, solo que el afilador recorrería el mundo en una sola mañana. O como recorre una localidad todos los sábados por las mañanas el camión del tapicero, esa voz que no se cansa de repetir atención, atención ha llegado a tu localidad el camión del tapicero, tapizamos todo tipo de muebles, sillas, tresillos, sofás, salga y pregunte precio sin compromiso. Nunca he visto el camión del tapicero cuando he salido a dar un paseo por la calle, tampoco he visto a los reyes magos, pero sí he visto, una vez, al afilador, que no es una melodía autónoma o un ente musical sino un señor que afila cuchillos. Es como si esa mañana hubiera perdido el último vestigio de inocencia que me quedaba.

2- Los gemelos

Nunca he visto el camión del tapicero ni a los reyes magos, sí una vez al afilador, pero a los que no dejo de ver nunca es a un par de gemelos que viven aquí, en el Rincón de la Victoria. No hay vez que no me cruce con ellos cada vez que salgo al pueblo. Son muy extraños los gemelos, son extraños los gemelos en general, pero estos gemelos me resultan particularmente extraños. Hace años llevaban los dos la misma melena rizada, llevaban gafas ambos; siguen usando gafas pero hace meses uno de ellos se cortó la melena. Fornidos los dos, anchos de hombros, aspecto un poco agreste como de campesinos o trabajadores de un taller mecánico, juraría que el que se cortó la melena es el que va siempre a la izquierda del otro pero este detalle lo confirmaré la próxima vez que los vea. Hay algo en ellos que me resulta inmodificable. Por ejemplo, empecé a percatarme de su existencia hará un par de años, cuando tiraba por el camino de la corta en dirección a la parada del bus que me llevaría a la Escuela de Idiomas, donde empecé a estudiar inglés. Siempre me los encontraba en el mismo punto del camino, en la última curva de la corta antes de llegar a la rotonda frente al supersol. Estuve un lapso de tiempo sin verles porque apenas hacia vida en el pueblo, pero desde hará unos seis meses volví a cruzármelos periódicamente cada vez que salía de la academia donde retome el estudio del inglés. Van siempre con una toalla de playa sobre los hombros y también me los encuentro en el mismo punto, aproximadamente a la altura de una agencia inmobiliaria a medio camino entre el ambulatorio y la plaza de la iglesia. Estamos sincronizados los gemelos y yo, es como si yo fuera un tercer gemelo que desentona en todo y que en el preciso instante en el que nos cruzamos, rompe la armonía del conjunto. Nunca he visto a los gemelos acompañados por alguien, pero las veces en que me los he cruzado nunca los he visto en silencio, siempre van hablando el uno con el otro. Esta mañana me los volví a encontrar aunque esta vez yo no saliera del inglés. Estaban sentados en un banco, en un jardín que hay a la entrada del Rincón frente a un bazar chino. Me fijé en que el gemelo del pelo largo llevaba la toalla alrededor del cuello, mientras que el del pelo corto la llevaba colgada del hombro.

3- La voz de los muertos

A mí me gustaba hace tiempo una compañera de la oficina de Ocaso, la compañía de seguros popularmente conocida como la de los muertos. De hecho solía darse el caso de que cuando llamaba a casa de un cliente que, pongamos por caso, se llamaba Antonio, y me lo cogía su señora, yo escuchaba desde el otro lado del teléfono a la señora avisando a su marido: “Antonio, el de los muertos”. Así que durante el par de años que trabajé en esa compañía digamos que yo era la voz de los muertos, o una más de las voces de los muertos de aquella oficina que también era un poco mortecina, llena de gente de mediana edad, de prejubilados que aprovechaban para sacarse un dinero extra al tiempo que cobraban la pensión, una oficina a la que un día llegó una muchacha rubia, alta y delgada como llegaría una especie de halo de vida a un lugar mortecino. O dicho de otra manera, llegó a la oficina como llega a mis oídos el silbido del afilador, suspendiendo el tiempo, acercando a mi cabeza un espacio lejano lleno de posibilidades.

Ella era cordobesa, aunque por su físico parecía alemana. También era estúpida, o eso decía todo el mundo en la oficina, especialmente las mujeres que ya se sabe que a veces son muy venenosas entre ellas. Además esas compañeras no acercaban espacios lejanos a mi cabeza, no tenían un pelo rubio que hacía bullir mi sangre como quien hace burbujitas al soplar con una paja una fanta de limón. Yo la defendía, decía que no era tan borde ni creída como parecía, que solo era una forma de expresarse, que quizá era un poco tímida o que en cualquier caso lo que le pasaba es que era cordobesa. Así se lo expuse a mi jefe, que a las pocas semanas ya estaba harto de ella. Claro, claro, me respondió mi jefe con una sonrisa irónica, a ti lo que te pasa es que al ver su pelo rubio te bulle la sangre como si alguien hiciera burbujitas al soplar con una paja una fanta de limón. En honor a mi jefe tengo que reconocer que no me lo dijo exactamente así, me lo dijo con otras palabras que no recuerdo pero que más o menos venían a decir eso.

El caso es que una mañana ella me comentó que por fin había encontrado piso nuevo, en la calle Armengual de la Mota, y desde entonces yo, que tenía un hueco de dos horas entre que cerraba la oficina al mediodía y volvía abrir por la tarde, no dejé de tirar ni un solo día por Armengual de la Mota a la hora de la comida, también lo hacía al anochecer, cuando ya cerraban la oficina. Caminaba por Armengual de la Mota sintiéndome un poco un silbido del afilador, como una ilusión leve y ligera dispuesta a colonizar un nuevo territorio. Intentaba hacerme el encontradizo, claro está, pero ni un puñetero día me la encontré. 

En realidad yo ya sabía que no quería nada conmigo porque si no le propuse mil veces quedar un día para tomar algo no se la propuse ninguna, y aún así seguí caminando por Armengual de la Mota, con el peso de la derrota en los hombros, o colgada del cuello la derrota igual que lleva la toalla el gemelo del pelo largo, una derrota que yo hubiera querido que tuviera el peso de una toalla pero que más bien pesaba como una toalla mojada, como pesaba mi esperanza de que un encuentro casual fuera de la oficina cambiara las cosas.

Pasó el tiempo y yo ya me olvidé de caminar por la calle Armengual de la Mota, más que nada porque por fin me había dado cuenta de que la rubia era estúpida. Tuvimos un roce en el trabajo en el que se comportó de una forma tan obviamente estúpida que hasta yo me di cuenta y, en fin, convertí esa toma de conciencia de lo estúpida que era en una pequeña victoria íntima y en un alivio con el cual desdeñaba el aspecto verdaderamente esencial y es que, por muy estúpida que fuera, yo nunca le resulté lo suficientemente atractivo. Pasó el tiempo como decía y un domingo de una tarde muy fría de enero yo estaba tomándome un café con un amigo en el paseo marítimo del Rincón cuando de repente vi aparecer a la rubia con una sonrisa triunfal, parapetada tras unas gafas de sol y cogida de la mano de un tipo alto con barba, un tipo más alto y más atractivo que yo el hijo puta, y la rubia al aparecer por el paseo marítimo refulgía como un rayo de luz que iluminó la tarde fría de enero y que pasó a mi lado sin saludarme siquiera, la muy estúpida. Pasadas unas horas me despedí de mi amigo y camino de casa, me encontré con los gemelos.

4- Ventura Rodriguez.

Nunca me crucé con la rubia por Armengual de la Mota pero, al igual que tengo encuentros casuales crónicos con los gemelos, no había tarde, o eso me lo parecía a a mí, que no me encontrara con un cobrador cojo de Ocaso. Los cobradores eran ya una figura en extinción hace un par de años al que de alguna manera venía a sustituir el papel que tenía el equipo del que yo formaba parte en la oficina, el de los agentes de distrito bancario. Nuestra función consistía en usar un pretexto tan tonto como el de que nos firmaran el reajuste anual de la póliza de defunción para colarnos en la casa del asegurado (la mayoría ya con el recibo domiciliado) e intentar colarles más seguros de los que tenían, y de cerca de las mil visitas que haría en aquella etapa una gran mayoría de clientes me evocaba la figura del cobrador, aquel señor que tocaba el timbre una vez al mes (los domingos por las mañanas me decían muchos, supongo que después de misa) para disgusto de sus madres (eso me lo decían mucho, que sus madres se llevaban un susto al verlos aparecer).

A eso dediqué muchas de las horas de mi trabajo en la compañía de los muertos, en recorrer las calles de casa en casa de clientes, asegurados de toda la vida de Ocaso que ya habían pagado cuatro entierros por lo menos, muchas veces con el desánimo propio del que no vende un pimiento, es decir, con la sensación de deambular más que de caminar para hacer mi trabajo, deambulando como deambula el síibido del afilador por las mañanas. La mayoría de las veces que deambulaba lo hacía por el barrio de La Trinidad, allí estaban más del 50% de los clientes que tenía asignados. Una de las calles de La Trinidad es Ventura Rodriguez. Hay calles en el barrio que tienen su miga como la calle que le da nombre porque de allí todos los años sale el cautivo, hay otras calles por las que yo nunca pasearía de noche como las que circundan la iglesia de San Pablo, hay otras que tienen cierta vida comercial como la avenida del hospital, y bueno, calle Malasaña al menos tiene portales y un gimnasio. Ventura Rodriguez, en concreto, no tiene nada, es la concreción de la nada; un puro pasillo lleno de pintadas en las fachadas, locales chapados, chicles repellados en la acera y algunos restos de charcos de orina no se sabe si de perro, de gato o humana. Por no tener, no tenía ni asegurados de Ocaso, ni un solo cliente tenía asignado allí.

Podría haberme parado a orinar tranquilamente en medio de Ventura Rodriguez en medio de uno de mis miles de deambulares, y en esa calle es donde se producían mis encuentros casuales con el cobrador cojo. Un tipo con bigote, rostro agrio reconcentrado y olor a vino tinto don Simón al que me cruzaba allí casi a diario. Era también un momento en el que se detenía el tiempo, el instante infinitesimal en el que el cobrador cojo pasaba a mi lado y yo le dirigía una mirada tímida, de reojo que jamás era correspondida allí, en medio de la nada, a pesar de que el cojo no era ningún tipo de autista social, yo le veía saludar efusivamente a la gente en la oficina. No sé qué significaría que me lo cruzara de manera crónica siempre en la misma calle; yo sé que para mí ese era un sitio de tránsito entre una calle y otra, calles con oportunidades de negocio, casi todas oportunidades melancólicas de negocio pues la mayor parte de los asegurados del barrio no tenían un duro como para hacerse más seguros, y sé o más bien deduje con el tiempo que el cobrador cojo ya no trabajaba en Ocaso sino que se limitaba a pasarse una vez al mes por la oficina para recoger sus comisiones ganadas a lo largo de una vida dedicada a dar sustos los domingos por las mañanas después de misa.

A veces lo veía con su gesto de agriedad reconcentrada estrujando una lata de skoll, que es la cerveza más barata que puedes comprar en un chino y que yo veía a menudo repartida por el barrio como quien ve matojos de hierba abandonada creciendo en los bordes de las aceras, al igual que las veía por el barrio de Lagunillas o en La Cruz del Molinillo, latas de skoll esparcidas de mano en mano a las doce del mediodía. Yo veía al antiguo cobrador deambulando por las calles quizá tratando de revivir con nostalgia los años que pasó yendo a cobrar a las casas de la gente, cruzándose conmigo que venía a ser la versión moderna del cobrador, él con su cojera en una pierna y su lata de skoll en la otra, yo con mi carpeta llena de papeles con información de familias enteras, fechas de fallecimiento de abuelos o maridos, fechas de nacimiento y de alta de hijos y nietos, y de alguna manera me parece que esos encuentros casuales constituían entre nosotros una suerte de acto de intimidad, una intimidad exteriorizada sin gesto alguno allí en medio de Ventura Rodriguez.

5- Cuestión de grados

Yo me perdía a veces en el pasillo que es Ventura Rodriguez igual que me pierdo a veces en otro no lugar como son los pasillos del supermercado DIA que hay cerca de mi casa. Me gusta ir a comprar todos los días, por mínima que sea la compra, así por lo menos me paseo y veo gente, gente como un borracho muy simpático que vive por mi zona, un tipo que se expresa a través distintos hitos cómicos de la historia de la televisión en España; entra al supermercado saludando con un cómo están ustedes al igual que hacía Milikito, continua con un 22, 22 a la manera de El Duo Sacapuntas y después se responde a sí mismo con un cuñaooo cuñaooo como si fuera El Risitas.

Coincidí una vez con el borracho simpático en la cola del DIA mientras repetía 22, 22. Al ver que sólo llevaba una lata de cerveza le cedí el sitio, gesto al que me respondió con un gracias hermano y al pasar por delante de mí se detuvo un momento al ver el pack de 6 cervezas que yo llevaba en la cesta. Cuanto cuestan esas, me preguntó; están de oferta, le respondí; cuantos grados tienen, me volvió a preguntar, 5, le informé: estas son más baratas, acabó refiriéndose respecto a la que él se llevaba, la marca blanca de cerveza del DIA, una cosa infame que él se bebe caliente en la puerta del supermercado como le vi hacerlo una tarde de terral al tiempo que no paraba de saludar gente y la gente le saludaba a él y una niña chica le gritaba que le quería y él la respondía con un gracias guapa, yo también. Al cabo de un rato supongo que repetiría el proceso: cómo están ustedes, 22, 22, cuñaoo cuñaoo, y la gente le cede el turno en la cola al ver que solo lleva una misera lata de la miserable cerveza del DIA.

Desde que decidí que me iba a Dublin a buscarme la vida y cambiar de aires soy otro, es como si ya hubiera cambiado de aires aunque todavía no me haya ido ni haya sacado todavía el billete. Y desde entonces no paro de encontrarme al borracho simpático. Ocurre en cualquier momento del día y de la semana, siempre que bajo al Rincón a hacer cualquier cosa. Allí está el borracho simpático, con una gorra militar y una camiseta blanca metida por debajo de las bermudas, bien agarrada la camiseta por el cinturón. Al vislumbrarlo en medio del calor me parece estar viendo una nubecilla alcohólica a punto de evaporarse y cuando me lo cruzo le dirijo una mirada tímida de reconocimiento al igual que hacía con el cobrador cojo, pero él no me ignora, me la devuelve, y nos miramos en un punto inconcreto del ojo que no acaba de ser la pupila, como si quisiéramos averiguar la gradación alcohólica de nuestros respectivos ojos.

6- Colecciono moscas, y qué

Cometí un error garrafal no hace mucho en clase de inglés. Textualmente vine a decir I,ve been looking for flies to Dublin, lo cual venía a decir que había estado buscando moscas que me llevaran a Dublin. Gramaticalmente hablando, era un disparate, aunque me gustó la idea de irme a Dublin en mosca en vez de en avión. Me gustaría sentirme así, lo suficientemente ligero como para poder viajar en mosca a cualquier parte. De hecho la mosca ya es mi medio de transporte favorito, si es que alguna vez no lo fue. En el sueño más raro que he tenido nunca, los ojos se me salieron de las cuencas y en vez de caerse al suelo empezaron a revolotear alrededor de mi cabeza emitiendo un zumbido de mosca que en ningún momento llegó a angustiarme, y al frotarse sus patitas entre ellas yo sentía un cosquilleo en las pestañas que me agradaba.

Le comenté a mi madre la idea de emigrar a Dublin para buscarme la vida. Me dijo que le parecía bien, pero que era como si tuviera la cabeza llena de moscas, que tenía una serie de ideas revoloteando dentro por las que me dejaba llevar sin orden y que lo que tenía que hacer era agarrar una y quedarme con ella; por ejemplo ponerme a estudiar sin límite, como si no hubiera un mañana, hasta que salieran plazas de lo mío. De todo lo que me dijo me quedé con el “como si no hubiera un mañana”. Tenía que ver con lo que yo sentía las mañanas que escuchaba el silbido del afilador y el tiempo se suspendía, como si se abriera una nueva mañana dentro de la mañana. De alguna manera eso se acabó cuando vi al señor del afilador, no una melodía autónoma sino un señor ejerciendo un oficio antiguo que consiste en afilar cuchillos. No he vuelto a escuchar el silbido desde entonces, mejor así. Probablemente aquel silbido no contenía promesa alguna, tan solo albergaba en su interior un pasillo como el de la calle Ventura Rodriguez y no hay otra forma de esperanza posible que no sea vivir como si no hubiera un mañana. No me extrañaría que algún día un eco llegara a Dublin, un mensaje con el que se familiarizarían los dublineses los sábados por la mañana: atención, atención, ha llegado a su localidad la calle Ventura Rodriguez; tenemos gemelos, ex cobradores cojos de Ocaso, borrachos simpáticos y rubias ausentes. Tenemos moscas, coleccionamos moscas, y qué.

sábado, 18 de junio de 2016

El diario de la China


Era verano, de noche, y desde el porche de su casa mis vecinos chinos me cantaban su cumpleaños feliz al oído. Lo cantaban en castellano, apoderándose del espacio, incluyéndonos a los demás en su celebración. Era tanta la cercanía que además de escucharlos como si estuvieran a un metro de mí, también podía olerlos. Olían a noche de verano, un olor que entra por los balcones y acaba colándose hasta en el cuarto de baño, penetrando en los cajones y en los armarios. Aquella noche metí la cabeza en mi armario y acerqué la nariz al bolsillo de una camisa que llevaba años sin ponerme. Me pareció que olía igual que mis vecinos chinos.

El olor de Agustina, mi vecina de abajo, es distinto. Ella huele a habitación cerrada. Mis vecinos chinos también le cantaban su cumpleaños feliz a ella, pero Agustina se desembarazó soltando al aire un “chino de los cojones” para, a continuación, cerrar la ventana de mala manera. Le molesta el bullicio alegre de la familia china y los berridos infantiles del pequeño de dos años. Yo quiero ser lo opuesto a Agustina, por eso empiezo a redactar este Diario de la China con aspecto de blog. A veces me encuentro con blogs de gente que habla de política, de canciones, de películas, de textos literarios, de reflexiones íntimas y personales, de cosas muy interesantes que no le interesan a nadie. Yo prefiero espiar, relatar las vicisitudes de la familia china que tengo tan cerca. Son mis vecinos, pero los considero patrimonio de la humanidad, y quiero darle a la gente la oportunidad de que mis vecinos chinos sean también vecinos suyos.

Recapitulemos la información que teníamos sobre ellos:


-Escupen, de forma muy sonora además. Gargajos crujientes a primera hora de la mañana.-Les gustan los juegos de mesa, golpear las fichas contra la mesa.


-El niño de dos años se pasaba el día diciendo "hola, hola, hola", y cuando veía que nadie le contestaba, se echaba a llorar con un llanto mecánico y monótono, como si fuera un juguete que funciona con pilas.


-Tenían un oso rojo de peluche colgado de un palo en el jardín, a modo de espantapájaros cabizbajo.

Y las novedades de mis vecinos chinos en los últimos meses son las siguientes:


El niño ya no llora como si estuviera programado, ahora el suyo es un llanto histérico propio de un niño de su edad, pero tampoco es que llore demasiado. Una vez estaba yo en el balcón cuando le pillé echando una meada a la calle desde su porche. Me quedé mirándolo mientras orinaba sin decirle nada, y cuando acabó se percató de mi presencia y también se me quedó mirando sin decir nada. Le sonreí, pero no sé si mi sonrisa le llegó. Al momento apareció la madre y yo me apresuré a retirarme a mi cuarto.

Después de aquel día entablé conversación un par de veces con él. La primera vez yo estaba tirando la basura cuando lo vi tras la puerta de entrada a su casa, agarrado a las rejas. Nos miramos los dos un momento y me dijo "hola" con un tono un poco asustado. Yo le contesté "hola", con un tono que extrañamente me salió igual de asustado. La segunda vez fue muy similar, yo tiraba la basura y él me miraba tras las rejas de su puerta. Me dijo "hola", pero esta vez con un tono más alegre. Yo le dije "hola" con un tono también alegre.

En cuanto al oso, se deshacieron de él, y lo sustituyeron por un molinillo (juraría que están de moda, porque yo también tengo uno en mi balcón). Hace cosa de un mes se compraron un perrito, pero el perrito no duró más que una semana. A veces me da por pensar en lo que habrán hecho con él, pero es que estos chinos no me dejan tiempo ni para pensar porque ahora se han comprado una gallina.

El otro día, durante una reunión familiar, mi madre escuchó el cacareo de la gallina y concluyó que sonaba a "algo más que una gallina". Por las noches, cuando empiezo a quedarme dormido, escucho como se agita y remueve sus plumas. La primera vez abrí los ojos como un resorte cuando estaba a punto de quedarme dormido. Ahora ya he aprendido a integrarla en mi fase R.E.M, y me quedo dormido escuchando de fondo el sonido suave de sus plumas, su revoloteo. "Es algo más que una gallina" me escuché pensar obsesivamente la otra noche, producto del delirio con el que uno entra en el sueño. Hace un par de sábados me desperté muy temprano, a las cinco y media de la mañana. La vida me asfixiaba como si oliera a Agustina, a habitación cerrada. Me levanté, y mientras me preparaba algo de desayuno, oí como cloqueaba la gallina. De repente me dio por imaginar que me moría, y que la gente empezaba a escribir cosas sobre mí, analizándome, resaltando mis virtudes, como si también yo fuera patrimonio de la humanidad, pero todas mis virtudes imaginarias que yo ponía en boca de los demás me sonaron en seguida demasiado imaginarias, como si de repente fuera demasiado consciente de que los demás no me imaginaban, de que sólo me imaginaba yo mismo. Recordé entonces la fiesta de cumpleaños china y su olor a noche de verano, y pensé en la tarde fría de febrero de mi próximo cumpleaños, y en cómo echaré de menos su canto de cumpleaños feliz. Lo echaré tanto de menos que me pondré a hurgar en los cajones y en los bolsillos de las camisas abandonadas para encontrar el olor a invierno de esa tarde de invierno, también para escuchar a la familia china cantándose a sí mismos mi cumpleaños feliz. Será igual que acercarse al oído una de esas caracolas con las que se escucha el rumor de las olas del mar. Son caracolas que se recogen en la playa, que uno se acerca al oído preguntándose qué necesidad habrá de buscar el rumor de las olas dentro de la caracola teniéndolo delante, en la misma playa en la que uno está, y aún así cerrando los ojos, imaginando que eso que escucha es el rumor de las olas, que allí dentro está la vida.

sábado, 16 de abril de 2016

El cangrejo ermitaño

Sentado en la plaza de Tirso de Molina observando cómo emergen personas de la boca del metro, una escena que en esta tarde de sábado de abril podría hacerme pensar en flores emergiendo desde un capullo, pero que ahora, no sé por qué, me hace pensar en la improbable imagen de un caracol abandonando su concha. De repente no puedo parar de pensar en caracoles y conchas, en insectos y exoesqueletos, en tortugas y caparazones mientras veo a la gente salir a la calle desde el metro y se me viene a la cabeza un documental que vi una vez sobre el cangrejo ermitaño, un tipo de crustáceo muy vulnerable ante los depredadores, lo cual le hace buscar refugio en las conchas vacías de los moluscos. El cangrejo ermitaño sujeta la concha con la parte superior de su cuerpo mientras camina, como si llevara encima un caparazón portátil, y cuando con el tiempo crece de tamaño abandona su concha y se busca otra más grande.

La verdad es que me encantaría vivir en esta plaza y tirarme toda la tarde asomado al balcón viendo a la gente salir de la boca del metro, pero en realidad estoy en Madrid de paso, he venido a hacer un examen de catalogación. El viaje hasta aquí lo hice en autobús y duró 6 horas, un tiempo que pensaba haber invertido en estudiar, pero no estudié nada porque me tiré el viaje mirando la foto de perfil de whasapp de Andrea. La foto de un paisaje al amanecer, con el sol emergente, el cielo a su alrededor con tonalidades amarillentas y unas montañas de fondo. De vez en cuando levantaba la vista del móvil y a través de la ventanilla del autobús contemplaba el paisaje manchego en movimiento, pero el paisaje que miraba a través del móvil tenía más movimiento; iba desde mi pecho hasta la boca, lo expulsaba y lo aspiraba de manera que volvía a mi pecho y luego otra vez salía por mi boca.

 No quería mirar más la foto de perfil de Andrea, no podía dejar de mirarla, la veía incluso si cerraba los ojos y solo me distrajo un pasajero que hablaba por teléfono bastante alterado. Al parecer había pasado una temporada en Málaga con una amiga suya llamada María, pero María estaba obsesionada con alguien llamado Peña y ahora el tipo se había marchado abruptamente, aduciendo que iba de vuelta a su casa en Madrid porque temía encontrársela llena de hormigas. Conforme más hablaba más alterado parecía; repitía que no quería saber nada de Peña, parece evidente que está obsesionado con Peña, y no soporta la idea de que María esté obsesionada con Peña. Queda claro que María está obsesionada con Peña, Peña probablemente esté obsesionado con María, y el tipo está obsesionado con Peña y con Maria. Le dice a su interlocutor que le diga a María que si se vuelve a levantar en medio de una comida para hablar con Peña que se vaya a la mierda, que él tiene sus propios problemas reales como para aguantar los problemas imaginarios de los demás, que está agobiado porque lo mismo hay hormigas en casa y hay medio pollo en la nevera, y que no quiere saber nada de Peña, no quiere saber nada de Peña. De repente alguien con mala idea podría haberse puesto a corear en voz alta el nombre de Peña, lo cual hubiera contagiado a más pasajeros con mala idea, todos coreando a la vez Peñaaa Peñaaa y entonces yo me hubiera sumado al clamor con mi chorro de voz grave destacando en el coro de hijos de puta y dándole al canto un timbre reverberante como de Gong japonés.

 Le conté toda la conversación a Andrea por whattsap en tiempo real, mientras el tipo hablaba. 18 mensajes con su consiguiente aspa azul inmediata, aunque no le conté nada del efecto que me había producido el paisaje de su perfil de WhassApp. Yo sabía que era un paisaje Asturias porque Andrea había empezado a salir con un muchacho asturiano. La vi un mes atrás una noche a las 3 de la mañana abrazada a él, yo de espaldas a ellos, y entonces salí corriendo, salí corriendo porque se me escapaba el último autobús para mi casa, pero mientras corría me sentía huyendo de todas las noches viéndola en linea hasta las tantas, sabiendo que estaba hablando con alguien que no era yo, lanzándole indirectas a las que me respondía con ironía; lo sabía, lo sabía, me repetía a mi mismo mientras corría, y conforme me repetía a mí mismo que lo sabía más me sentía como si estuviera corriendo hacia atrás, de espaldas. Durante este mes seguí indagando, le dije a Andrea que lo sabía todo y quise saber más. Ella me lo contó todo no sin preguntarme antes si no me dejaría llevar por mi morbosidad autodestructiva y que seguro que me alegraba de que ella fuera feliz. Por supuesto que me alegro, le respondí yo y ahora me agobia el móvil que no para de no sonar con Andrea siempre en linea hasta las tantas de la mañana, por supuesto que no me castigo con ningún tipo de morbo autodestructivo y por eso le mandé 18 mensajes que ella había leído y no respondido porque seguro que estaba con el jodido asturiano y por supuesto que a mí me gustaría tener una casa en Tirso de Molina con vistas a la boca del metro pero seguramente viviré en una casa con vistas a los 7x5 centímetros de la pantalla de mi móvil android. El muchacho obsesionado con María y con Peña se calló hace un rato, yo expulsaba y aspiraba el paisaje asturiano y el pasillo del bus era recorrido por la reverberación de un gong japonés cuyo eco decía asturiano, asturiano.

 De repente mi móvil vibró; era Andrea:

 -Qué se supone que es eso?

 -Es una conversación que he escuchado antes en el autobús

 Cinco minutos después me mandó otro mensaje:

 -A mí es que la vida de los demás me da igual y a ti también debería darte lo mismo. Mejor que te concentres en estudiar porque si no mañana no apruebas.

 El examen de mañana, cierto. Tenía por delante una prueba muy dura de catalogación bibliográfica. No me lo van a preguntar porque el de mañana no será un examen práctico, pero me repito a mi mismo: “Catalogar consiste en describir los rasgos esenciales de un libro con tal de permitir su identificación y posterior recuperación por parte del usuario”. En el examen nos pedirán que, entre otras cosas, establezcamos los puntos de acceso principales de una serie de obras y también sus accesos secundarios. En el ejemplo de catalogación más sencillo, el acceso principal de un libro es el autor del mismo, mientras que los puntos de accesos secundarios, aparte del tema del que trate el libro, serían sus editores, traductores, prologuistas, epiloguistas, etc. Debería haber sacado el portátil y haberme puesto a practicar con los centenares de ejemplos que tenía guardados en el disco duro, pero en vez de eso me puse a practicar tomando como ejemplo al tipo enajenado que había hablado por teléfono en voz alta. Si su vida estuviera a la disposición del usuario en una biblioteca, el punto de acceso principal sería Maria y Peña el primer acceso secundario. Otras posibles entradas secundarias serían las hormigas, las hormigas entrando en su nevera e invadiendo la casa, y el medio pollo que después de un mes ya estaría podrido, y una casa con olor a pollo podrido. Y él mismo, qué elemento de la descripción bibliográfica ocuparía de sí mismo? ¿Y si yo fuese un libro, qué elemento de mi propia descripción bibliográfica ocuparía yo? Posiblemente ninguno. Mi punto de acceso principal sería Andrea, de la misma manera que un exoesqueleto es el primer punto por el que se identifica a un insecto. Mis puntos de acceso secundarios serían un paisaje idílico de Asturias, el amanecer de Andrea, su sol emergente que no paro de expulsar y aspirar y un teléfono móvil que parece una concha de molusco vacía. 

Sigo sentado en la plaza de Tirso de Molina; estamos en abril y la temperatura es agradable. Cierro los ojos un momento e imagino que Andrea abre los ojos una mañana y se da cuenta de que el asturiano no es el punto de acceso principal de su vida; me gustaría que ella estuviera sentada a mi lado mirando la boca del metro; abro los ojos, sigo en Tirso de Molina, Andrea no está. Y si ella fuera un asiento bibliográfico, quizá yo sería uno de sus puntos de acceso secundarios de la misma manera que en mi propia vida no constituyo ningún tipo de acceso. ¿Entonces, por qué me dijo antes que no debería preocuparme por la vida de los demás? Miro la boca del metro. Si un caracol abandonara su concha no podría seguir viviendo. La gente sale de uno en uno, nadie lleva encima su esqueleto externo. Mi esqueleto externo es Andrea y tampoco está aquí. Pero entonces pienso en los cangrejos ermitaños, esos crustaceos que necesitan una concha para protegerse de los depredadores pero que, a diferencia de otras especies, han externalizado su exoesqueleto, podrían vivir sin él. Por lo demás, la calle está llena de puntos de acceso principales y secundarios y quizá esté invadida por una plaga de cangrejos ermitaños. Decido darme una vuelta por el centro de Madrid, pero antes miro el móvil para ver qué hora es. No tengo ningún mensaje.

sábado, 13 de noviembre de 2010

La gota que cae

MÁLAGA:
Día 16 de noviembre 2010.
Librería Rayuela. Pza. de la Merced, 17
20:30 h.

GRANADA:
Día 17 de noviembre 2010.
Fundación Andaluza de la Prensa. C/Escudo del Carmen, 3.
19:30

sábado, 24 de abril de 2010

Frases p: Horizonte

Lo malo de estar buscando algo que necesitas urgentemente para ponerte a trabajar, es que cuando lo encuentres no te quedará más remedio que ponerte a trabajar.