sábado, 24 de abril de 2010

Frases p: Horizonte

Lo malo de estar buscando algo que necesitas urgentemente para ponerte a trabajar, es que cuando lo encuentres no te quedará más remedio que ponerte a trabajar.

lunes, 5 de abril de 2010

La resistencia analógica (y II).





Al día siguiente comprobé que Kim Yu-na es una celebridad en su país, un ser angelical de 19 años patrocinada por marcas de productos lácteos, de automóviles, de cosméticos, por empresas de aparatos de alta tecnología. Consulté por Internet los anuncios que ha grabado para esas empresas. Más que anuncios, parecen la representación de esos mismos anuncios. De forma que hay que acudir al Making Off de los anuncios para contemplar a la auténtica Kim Yu-na: la que sonríe espontánea cuando el perro al que está enjabonando la salpica, la que sonríe espontánea cuando se prueba unas gafas de pega, la que sonríe espontánea posando con un vestido rojo mientras un ventilador le agita la melena. Los Making Off de los anuncios de Kim Yu-na parecen una sucesión de falsas tomas falsas en los que la patinadora surcoreana sonríe espontáneamente incluso cuando la graban dormida. Me gustó mucho conocer la faceta comercial de Kim Yu-na, y me gustó repasar algunos de sus números deportivos más celebrados, pero no alcanzó ni de lejos la fascinación que me produjo verla la noche anterior a través de la señal analógica de mi televisor. En cuanto a los juegos olímpicos de invierno, aquella misma noche tuve la oportunidad de ver la repetición de una caída en cámara lenta. Una bonita caída, la del suizo Dario Cologna durante la prueba de esquí de fondo. Tenía que reconocer, aunque fuera a regañadientes, que una caída en la señal digital tenía una resolución mayor, era una caída que se percibía con más limpieza y nitidez. Y sin embargo, había algo en ella que no me acababa de cautivar, tenía algo de premeditado, de toma falsa, como si la repetición a cámara lenta precediera a la caída propiamente dicha. Mis reticencias aumentaron cuando supe que la caída de Dario Cologna tuvo lugar una vez hubo cruzado la meta victorioso. Lo que se dice una caída feliz, una caída ligera e intrascendente.

Decidí prescindir de la TDT. Fue un acierto por mi parte; al desenchufar el aparato, la señal cambió de modo que parecía caer una ventisca de nieve sobre la pantalla. Nunca antes unos juegos olímpicos de invierno me habían parecido tan gélidos e invernales, tan genuinos. La realización pasó a retransmitir la final de Skicross, una modalidad kamikaze del esquí tradicional, con rampas durante el descenso. Una especialidad que suele ser pródiga en espectaculares caídas, decía el locutor, con un tono de euforia en la voz que parecía desdeñar el aspecto verdaderamente esencial del asunto. Parapetado tras mi señal bunkerizada, contemplé maravillado aquella sucesión imparable de saltos que solían acabar de forma violenta con los huesos del esquiador en la nieve. Ver la repetición a cámara lenta de todas aquellas caídas a través de la señal analógica era tan emocionante como seguir el trazo del primer dibujo de un niño pequeño. Y lo mismo sucedía con el resto de los deportes. Ver pelearse a dos jugadores de Hockey sobre hielo era como verles bailar un vals. Ver a una patinadora cayéndose era como verla lanzándose a la piscina en su primer día de vacaciones. Lo único que me inquietaba era la aparición constante del recuadro que advertía de la pronta interrupción de la señal analógica. A partir del 10 de marzo, advertía, con la primavera a la vuelta de la esquina. Tenía que hacer algo para que mi búnker no volara en pedazos con el estallido de la señal digital. Tenía que hacer algo para reforzarlo. Tuve que echar mano de mi viejo video.

Rescaté el aparato de entre varias cajas de cartón que tenía apiladas en la despensa. Tardé horas en encontrar el cable que le correspondía, pero finalmente lo conseguí. En cuanto a las cintas de video, no me quedó más remedio que echar mano de la grabación de la final de la séptima Copa de Europa del Real Madrid. Fue doloroso, pero no tenía otra cinta a mano. Al ponerla en funcionamiento, la cinta emitía un chirrido agónico que no sé por qué, me hizo pensar en el lamento de una vaca en un matadero. Aquello no tenía vuelta atrás. Grabé todas las repeticiones a cámara lenta de caídas que se sucedieron desde aquella noche hasta el final de la olimpiada. También grabé un resumen de los mejores momentos de la competición, entre ellos el ejercicio de Kim Yu-na. Cuantas veces fantaseé con secuestrarla mientras veía repeticiones de repeticiones de caídas a cámara lenta. Imaginaba a Kim Yu-na recluida en mi búnker, pero no fantaseaba con verla patinar sólo para mí. Más bien fantaseaba con verla representando algunos de sus anuncios para mí, grabando falsas tomas falsas en la intimidad de nuestro búnker. Que por las mañanas, cuando desayunáramos, se bebiera un vaso de leche como si estuviera grabando un anuncio. Los días avanzaban, y finalizados los juegos la televisión carecía de caídas dignas de repetirse. Este apagón, leí en un periódico, será el más grande en cuanto a la densidad de las ciudades que se verán afectadas, pero, cuando se haya producido, todavía quedarán algunos municipios en Asturias, Castilla y Leon, Islas Canarias y Galicia que verán la televisión en analógico. Todavía quedará una aldea que se resistirá a la invasión de los romanos, un búnker que se resistirá al estallido de la señal digital. A partir de ahora sólo vería mis grabaciones de la señal analógica de las olimpiadas de invierno. De hecho ya llevaba unos días sin ver otra cosa. Con el chirrido agónico de fondo y la compañía fantasmal de Kim Yu-na, la imagen presentaba una franja blanca en medio de la pantalla que la fracturaba y que cada vez se hacía más grande. La primavera ha llegado y el apagón analógico ya es un hecho. Florecen los TDT en todos los salones del país y no pasa un nuevo día sin que descubra una grieta nueva en la pantalla. Anoche, la pantalla de mi televisor ya parecía una pared desconchada cuando de repente escuché el galopar de un caballo subiendo las escaleras de la casa de al lado. Me levanté del sofá dando un respingo y me asomé a la ventana: allí estaban de nuevo mis vecinos chinos, toda la familia de nuevo, subiendo las escaleras camino de su hogar. El pequeño de la familia iba un poco más rezagado, correteando tras el perro. De repente dio un traspiés y se cayó al suelo. El tropiezo fue celebrado con gritos de júbilo por su hermano mayor, pero el pequeño, lejos de lamentarse, se levantó en seguida y empezó a correr detrás de su hermano, mientras la madre trataba de poner orden al grito de “quietos, quieetooos” (ella siempre habla en castellano con sus niños y con el perro). Ahí estaba de nuevo la familia china, Tan ruidosa y alegre como siempre. Me alejé de la ventana y me senté en el sofá, donde permanecí con los ojos cerrados un buen rato. Sólo los abrí cuando acepté que ni yo ni nadie iba a ser capaz de repetir en cámara lenta la caída del niño chino.

viernes, 2 de abril de 2010

La resistencia analógica (I)




Una noche, al apagar el DVD, me encontré con la emisión de la prueba femenina de patinaje artístico sobre hielo de los juegos olímpicos de invierno de Vancouver, justo en el instante en el que una patinadora china giraba sobre sí misma. Lo habitual era que la señal analógica de mi televisor fuera un borrón fugaz entre la señal del DVD y la digital, una servilleta arrugada que se arrojaba a la papelera nada más ser vista. Sin embargo, percibí que la imagen borrosa de la señal analógica le otorgaba un relieve especial a la patinadora china, una especie de aura que me dejó hipnotizado. Era como ver la televisión desde un búnker, captando una señal precaria y clandestina. La patinadora, por otra parte, competía como si en vez de a un país, estuviera representando a la mismísima armonía. Se me ocurrió que un día podría tirar una piedra en un charco y quedarme mirando las ondas concéntricas sobre la superficie. Entonces recordaría sus movimientos. Imaginé sus articulaciones, sus rodillas, sus codos, sus hombros, extendiéndose sin fin como si fueran una cinta transportadora. Durante unos segundos, la patinadora permaneció inmóvil, con la pierna izquierda elevada sobre su cabeza. En ese momento cerré los ojos y traté de visualizar sus movimientos. No veía nada, era imposible reproducir tanta armonía con la imaginación, la patinadora sólo existía en la realidad, en la imagen bunkerizada de mi televisor. Cuando abrí los ojos, vi un recuadro en la pantalla con una advertencia: ESTA SEÑAL CESARÁ SU EMISIÓN A PARTIR DEL 10 DE MARZO. PODRÁ SEGUIR VISUALIZANDO ESTE PROGRAMA EN TDT. También me di cuenta al abrir los ojos de que la patinadora no era china, sino coreana, Kim Yu-na, la patinadora de oro surcoreana.

Leí aquel aviso como si fuera el anuncio de una bomba nuclear. De hecho me pasa cada vez que oigo hablar del apagón analógico. Siempre he tenido la impresión de que la idea contiene una amenaza de gran calado, un ataque a gran escala. Sin ir más lejos, la TDT parece el nombre de un explosivo. Llevo ya un tiempo utilizando el aparato, pero hasta esa noche nunca lo había percibido con tanta claridad. Un poco angustiado, me levanté del sofá y me acerqué hasta la ventana, desde donde eché un vistazo al porche de mis vecinos chinos. De vez en cuando necesito comprobar que no se han marchado: me tranquiliza ver ropa colgada en el tendedero, un par de zapatillas puestas frente a la puerta, una toalla colgada de la barandilla. Por lo demás, el último sonido que les recuerdo data ya de unos meses, de un domingo por la noche en el que escuché desde la cama a un caballo subiendo las escaleras de la casa. No necesité levantarme de la cama para comprobar que aquel galopar era el de un auténtico caballo. Así era aquella familia cuando llegaba a casa; no caminaban sino galopaban, y hablaban y se movían siempre de manera frenética. Ahora ya no hay nada; pese a las señales que indican que físicamente siguen siendo mis vecinos, pareciera que han emprendido una misteriosa mudanza al interior de su propia casa, como si toda la actividad que emprendieron desde que llegaron estuviera encaminada a la construcción de su propio búnker.

Volví a la final de patinaje artístico sobre hielo. Era el turno de la patinadora británica. Su ejercicio era mucho más dinámico que el de Kim Yu-na, más nervioso y saltarín, y desde el principio tuve la certeza de que se iba a caer de un momento a otro. Fue después de una doble pirueta en el aire cuando dio con sus huesos en el hielo. Pero lo revelador llegó al final del ejercicio, cuando repitieron su caída a cámara lenta. Creo que jamás había visto algo tan bello. La lentitud del doble giro en el aire con los brazos extendidos, la elegancia al caer, el golpe del cuerpo con el hielo. Ver como la sonrisa va desapareciendo de la cara y es sustituida por una mueca de pánico. La patinadora británica había encontrado en la repetición de su caída a cámara lenta la misma armonía que había derrochado Kim Yu-na minutos antes. Me pregunté si la repetición a cámara lenta de una caída tendría la misma belleza a través de la señal digital. Posiblemente el ministerio de Industria me contestaría que con la TDT percibiría la belleza de esa caída con mayor nitidez, con una calidad de imagen muy superior, pero yo no me fío de la TDT.