viernes, 24 de abril de 2009

Déjame entrar




El sábado por la noche fui a ver una película de vampiros. Antes de entrar me quedé unos minutos en el coche, con la ventanilla bajada. Había un cocker en el vehículo de al lado mirándome. Prendí el encendedor y me lo acerqué. El perro seguía la luz rojiza del metal como yo. De vez en cuando nuestros ojos se juntaban. Al poco entró una mujer joven en el coche y el perro se la comió a besos. Ella sonreía. Volví a guardar el mechero y salí.

No sabía si la película acabaría gustándome. Un tema demasiado recurrente. Recuerdo Nosferatu, sola, de noche, en la oscuridad de mi comedor. Me daba miedo, pero no podía irme. El protagonista me infundía una mezcla de repugnancia y compasión, pero no sólo eso. Hay algo de inquietante y tierno en los monstruos, sumamente familiar y escondido, algo que a veces nos cuesta reconocer y que nos atrae profundamente. Un nexo de unión.

Los protagonistas son dos niños a punto de entrar en la adolescencia, ambos en total discordancia con el mundo que les rodea. El blanco polar de la pantalla casi se podía sentir, al apagarse la luz. El cuerpo de Oskar medio desnudo a través del cristal, un cuchillo en la mano, sangre en la boca de Elie. Ambos viven la monstruosidad: ¿ellos lo son, o es su vida la monstruosa?

Ella vio su terror sin que él supiera que era observado, el odio en los ojos azul acero, odio dentro de la mirada aún inocente, en la cara de piel de niño pequeño, cuando clavaba su navaja en el árbol. "Cerdo, chilla, cerdo", mientras mataba la corteza del árbol, desangrándolo. Después ojearía su libro de recortes, que en vez de fútbol o cantantes, contiene asesinatos, muertes. Todo lo que desearía hacer a los compañeros de colegio que le humillan y persiguen.

Ambos aman la debilidad del otro. Hay un momento clave en la cinta, es cuando Oskar descubre quién es Elie, y tiene que tomar un camino. Cuando ella le dice que por un momento se ponga en su piel. La mano del que sujetaba el cuchillo asesino de árboles, sabe que la comprende, que no puede evitar matar para poder vivir. “¿Puedo entrar? Dime que puedo entrar”, el terror pedía permiso para acceder a su habitación, y él dijo sí, aún después de haberla visto lamiendo unas cuantas gotas de sangre de su alfombra; su parte animal, monstruosa.

Hay quien ve en los vampiros una metáfora de la relación de poder que algunos viven en el amor, la relación de dominio, el poder. La sensación de que una vida pende de ti es tan inmensa que alguien pagaría, mataría, traicionaría, sería capaz de todo lo que ya se ha contado mil veces. Al acabar la película, justo en la escena final, lo entendí, no era nada de eso. En la monstruosidad de los seres deformes, como ellos, como nosotros, amor es poner la vida del uno, a los pies del otro.

Ángela Torrijo Arce

miércoles, 22 de abril de 2009

Manos. Delia Aguiar

Cuando no hablas dicen que te ha comido la lengua el gato, cuando no escribes dirán que te ha comido la mano el gato. Y es que mi mano está en el rincón de algún camastro de mascota, en la esquina de una de esas cestas acolchadas con tela a cuadros donde se meten los animales a dormir. Está siendo olisqueada y sin ningún aroma interesante es abandonada junto a otros juguetes de morder, desenhebrar o arañar. No tengo manos porque ya no tengo corazón, él se llevó lo que había. La última vez, en su despacho, yo junté sus palmas como si le pusiera a rezar a la altura de mi boca, y luego besé el punto de unión de sus dedos corazones. Él introdujo su mano por mi escote, hizo hueco por el sujetador y la dejó allí quieta, posada sobre un montículo de carne templada. Todo el tiempo que gastamos en mirarnos a los ojos en silencio esa mañana es el tiempo que yo debería usar en escribir, un concentrado de tiempo. Pero nuestras manos dicen cosas tan distintas, tienen letras tan desacordes en el tiempo que ya no comprendo qué es mi mano, qué es la suya, y sólo sé que debo separarlas. Pero esa separación es ajena a mí, soy incapaz de llevarla conmigo. Lo que dejo lo dejo en el camino y mi mano queda abandonada en el camastro de algún animal doméstico. Apenas puedo decir nada, sólo emitir convulsiones, convertirme en un pulpo lleno de tentáculos que se agitan como los dedos de una mano enorme que jamás podrá decir nada ordenado, porque en su centro sólo hay rejas, una pequeña ventana construida con las líneas de la mano. Jamás nos enseñaron que las líneas de la mano eran las rejas.

Cubo encerrado. Ángela Torrijo Arce

Cuando me presentan a alguien, no me dejo impresionar por su aspecto físico o por lo que dice: si es demasiado abierto, arisco, intelectual u osado, sino que en lugar de un juicio, viene una imagen a mi cabeza. A veces son personajes de libros que he leído, otras se asemejan a un animal, a una cosa. Hace poco conocí a un hombre chamán, tengo una jefa que me recuerda a la protagonista de "La Piel Fría", un compañero de trabajo es clavado a Ignatius J. Reilly, una amiga que es una mezcla entre una hiena, una boa y un oso de peluche, y una prima que es un balcón.

Hoy llevo todo el día fijándome en él: ojos grandes color ámbar, llenos de números y lágrima fácil. Anda con lentitud y sonríe poco. Cuando lo hace, enseña los dientes -recuerdo el momento en que en lugar de dientes había sólo una encía rosa y blanda de bebé, una encía que aliviaba con mi dedo índice, apretándolo-. Se le estiran las mejillas y buscando en su mirada, como quien ha perdido algo muy importante que necesita con urgencia, me he encontrado con un metal. No es un cuchillo, es algo más blando, pero con la frialdad que sólo da lo metálico. Mercurio en el fondo de los ojos de mi hijo. De repente, alguien que está a tu lado sufre una metamorfosis, le salen alas de colores y antenas, o se le llenan las pupilas de metal líquido y ha sucedido sin que te dieras cuenta, en silencio. Me entran ganas de llorar cuando siento que los cambios importantes se hacen siempre de puntillas.

Antes de preguntarle ha sido cuando le he visto: un cubo de madera duro y macizo. Un cubo de madera con celdas de colores, prestas a colocarse en orden siempre que se aplique una formula matemática correcta. No soy buena con los puzzles, ni con el cubo de rubik, ni con las cuentas. Soy mejor viendo imágenes o sabiendo lo que va a pasar un minuto antes de que pase. El cubo de madera de cerezo me ha mirado con sus pupilas metálicas de color míel y me ha dicho que no pasa nada, que no está triste, ni preocupado, que todo va bien. Y lo ha hecho fingiendo que me escuchaba mientras leía el exterior de una caja de laurel que llevaba yo en la mano, colocada al revés.

Hace años renuncié a los juegos que me resultaran incomprensibles. Hace menos años renuncié a entrar dentro de las habitaciones que me cerraran con llave. Aprendí que tienes que conformarte con lo que cada uno te da o elegir otra cosa. También que sólo valen las puertas que se abren solas. No funcionan tampoco los conjuros, sólo esperar sentada en el portal o irte. Aquella vez me fui. Hoy, mientras le servía una sopa de fideos me han entrado ganas de llorar y de gritarle que me dejara pasar. Luego me he acordado de mi padre, y de lo único que aprendí de sus gusanos americanos: para conseguir el pez, no puedes hacer otra cosa que soltar carrete. Si tiras del hilo en cuanto notas que ha picado el anzuelo, el animalito se desgarrará la boca, morirá igual, pero en el mar. Cuando ya sientes que el pez baja la intensidad en su nado, empiezas a recoger hilo poco a poco, para que no sospeche. Al final, cuando está cerca de la superficie del mar, hay un duelo que siempre gana el hombre. Un duelo injusto.

La llave que vale es la que te dan en la mano -me he repetido- no quiero otra. Enseguida me ha preguntado qué había después de la sopa. "Pescado", he respondido.

martes, 14 de abril de 2009

Incendiario. Ángela Torrijo Arce

INCENDIARIO I

Ella tiene dedos azules
Naranjas
Dedos que cambian la forma
Conforme viene el viento
A veces se apagan si sopla muy fuerte
Enseguida, no obstante,
Retorna la llama

Ella tiene el pelo
Color tela de araña
Cabellos muy finos
Entrelazados

No quiere acercarse
Al hombre
Sabe que quien huela su aliento
Morirá por siempre
Y vivirá

La piel (papiro) de aquel que se acerque
Se arrugará
Ante el calor
Abrirá la puerta
-El mango ardiendo-
Y mientras ve disolverse
Al que era,
Vislumbrará
El pozo
La llave
La pluma
Unos pies
Amantes
Una lengua negra


Abril: pop cavernoso y romanticismo maniaco

Blank Dogs: Blaaring Speeches



John Maus: Do Your Best



Ariel Pink - For Kate I Wait



Jeremy Jay: We Could Go Tonight



Joe Crepúsculo: Baraja de Cuchillos



T.V Personalities: If I Could Write Poetry

domingo, 12 de abril de 2009

Habitación de hotel en Pekin

Todo el domingo por la noche buscando el papelito del paro con su fotocopia en la mano, la misma fotocopia que hice el viernes por la tarde. No debe andar muy lejos el original, de hecho recuerdo la última vez que lo vi: fue este último viernes por la tarde al que me refiero, cuando, una vez fotocopiado, lo dejé caer al suelo pensando que caía con la misma belleza con la que caen las hojas secas de los árboles en otoño. Me complació tanto verlo en el suelo con el mismo aspecto de hoja otoñal que pensé en lo estupendo que sería pisarlo y escuchar el crujido bajo mis pies, un crujir de papelito del paro.

Lo que no era urgente el viernes por la tarde pasa a ser una prioridad el domingo por la noche, víspera del lunes, último día de plazo para presentar el original del papel del paro que me solicitan, acompañado de su fotocopia. Podría decir en la ventanilla que he fotocopiado un original inexistente y quedarme tan ancho, pero no quiero renunciar a la beca de transporte que me sugirieron solicitar, de la cual nadie se hace una idea de cuanto dinero me reportará ni de cuando podría llegar. Y se hace extraño tener la fotocopia en la mano y no encontrar el papel original, como inexpicable me resulta ahora haber desperdiciado horas de búsqueda en contemplar cómo jugaban los niños de mis vecinos chinos. No es que jugaran a nada especial, pero me sorprendió descubrir que el pequeño de dos años, al que creía hijo único, tuviera un hermano. Tantos meses haciendo un seguimiento lo más pormenorizado posible de esa familia y descubro ahora que el pequeño tiene un hermano. Resulta imperdonable.

En el fondo pienso que no es tan anormal que se me haya escapado la existencia del hermano, pues yo hago lo mismo en mi familia, es decir; somos cuatro hermanos y siempre me creí hijo único. No los menciono casi nunca, y cuando lo hago suelo pensar que no son más que una fotocopia de mí. "¿A que yo soy más guapo que ellos? ¿A que me quieres más a mí?"; eran preguntas que le solía hacera mi madre, que hoy en día me sigue recordando aquellos berrinches enormes que me pillaba cuando ella le daba el biberón a mis hermanos menores. ¿Tendré celos ahora del hermano chino? No tendría por qué, pero no paraba de preguntármelo mientras los veía jugar en su jardín, desde la ventana de mi habitación. El hermano chino recién descubierto es algo más grande que el otro, y a veces también parecía sufrir algo del complejo de príncipe destronado que yo sufrí en su día (alguna colleja a destiempo, algún empujón, algún berrinche injustificado). Al mirarlos, pensaba que la ventana de mi habitación tenía algo de pantalla de televisión, y el juego de los dos críos, que por lo general tiende a imitar a lo que ven por la tele, tenía a su vez algo de serie de dibujos animados. De vez en cuando aparecía en el jardín la madre, que se dirigía a los niños para regañarlos, y parecía la malvada de la serie. Los niños reaccionaban con espanto ante la aparición de la madre, pero cuando ésta desaparecía, volvían de nuevo con su movimiento agitado y su hablar vertiginoso de héroes de aventuras. Por mi parte, desde mi ventana, no intentaba comprender nada de la serie que los dos hermanos protagonizaban, porque lo cierto es que soy incapaz de entender nada de ninguna serie de dibujos animados; me pasa ahora cuando veo alguna con mi sobrino y me pasaba de pequeño, cuando mis hermanos menores disfrutaban viendo juntos series japonesas del estilo de “Bola de dragón” mientras que yo era incapaz de enterarme de nada. Pero había algo que me descolocaba y en seguida supe qué era: contemplar el juego de aquellos niños era como ver una serie de dibujos animados extranjera sin doblaje, en versión original. El siguiente paso fue imaginarme en una habitación de hotel en Pekin, sintonizando a deshoras algún canal temático infantil, viendo todo el rato serie de dibujos animados chinas, sin salir de la habitación más que lo estrictamente necesario.

Imagino esa hipotética vida en la China, quizá como comerciante, o como estudiante del chino que practica el idioma viendo esas series de dibujos animados que estoy incapacitado para entender, y la contrapongo con mi vida en este diario chino, que en días como hoy me parece una habitación de hotel de Pekin en medio de un pueblo costero del sur de España, algo así como la fotocopia de un original inexistente. Es domingo por la noche y se me vienen de golpe todas las obligaciones aplazadas durante el fin de semana. Sigo buscando el papel que me hace falta mientras me lamento de haberlo dejado para última hora una vez más, y se me vienen a la cabeza todas esas cosas que dicen mis allegados que necesito con urgencia: orden, concentración, sentido de la realidad. Buco el papel debajo de la cama, miro en el resquicio que hay bajo el armario, y no consigo ver nada. Ojalá pudiera volver al viernes por la tarde, un viernes por la tarde que siempre parece infinito, y ver como los lunes y los hermanos y las series de dibujos animados que soy incapaz de comprender se convierten en papeles que uno puede dejar caer al suelo como hojas muertas para luego pisarlas. Nada me gustaría más que pisarlas, sí, y deleitarme luego con el crujido melancólico y elegante que tienen las hojas de árbol en otoño.

jueves, 9 de abril de 2009

Abril en Marte

La primavera entra por la ventana de la cocina mientras friego los platos y me hace fijarme en un montoncito de naranjas en las que no suelo fijarme, como si los rayos de sol que entran por la ventana hubieran depositado con sus manos las naranjas en el frutero. Sin duda, la mejor manera de recibir a la primavera es con un zumo de naranja hecho por mí mismo después de tanto tiempo sin prepararme uno. Le quito la piel a las naranjas mientras escucho cómo además de la primavera también entra por la ventana la algarabía procedente del porche de la familia china, que parece un parque infantil en el que resuena un balón de baloncesto botando, ruedas de triciclos chirriando, una gallina revoloteando, risas y gritos, y la alegría primaveral de la casa china me llega redonda y naranja y bota en mi cocina como un balón de baloncesto.

Ya lo tengo todo listo para el zumo de naranja y sólo me falta encontrar un colador para filtrarlo. Pienso en aquel colador viejo de la última vez que me preparé un zumo. Hace tanto tiempo que no lo uso que temo haberlo tirado a la basura, cosa que no me extrañaría, pues lo recuerdo con un agujero en el centro. Voy al cajón donde me parece haberlo visto por última vez y al abrirlo me encuentro con un colador nuevo, un colador que no he usado nunca y del cual desconocía su existencia. No me esperaba abrir el cajón de la cocina y encontrarme con algo nuevo y desconocido. Ese colador seguramente lo compraría alguien en casa pero hasta el momento había sido invisible para mí, y de repente la cocina me resulta extraña. Mientras licuo las naranjas me doy cuenta de que es como si viviera en Marte. Tantas veces me lo han dicho y sólo me he dado cuenta después de abrir el cajón de la cocina. Por lo demás, la primavera huele tan bien que pienso que el planeta Marte donde yo vivo es redondo y naranja y se puede sostener en la palma de la mano.

miércoles, 1 de abril de 2009

El beso de Ángela

Este viernes, en Málaga:




Antología del Beso. Poesía última española. Mitad Doble Ed.









"A pesar de considerarse una vieja institución dentro del eje temático del amor y sus alrededores en la poesía de todos los tiempos, el beso escrito, deseado o satisfecho, ignorado o insatisfecho -nunca social-, aparece expuesto en esta muestra actual de poetas españoles —todos menores de cuarenta años— completamente desnudo, fresco, reciente, revisado, polivalente, protagonista.
Los ochenta y tres que pueden leerse en estas páginas no desprenden excusas para servir de instrumento a otros fines: son elegidos por su exigencia simbólica de agotarse en ellos mismos, de querer recordarnos que después de ellos, la materia carnal suele ser la misma siempre, como si pararse en él, en retenerlo saboreándolo, diera sentido a la diferencia con respecto a todos los demás roces que se disfrutaron en la vida."



Poetas en la selección:

Agustin Sierra
Agustin Calvo Galán
Alejandro Pedregosa
Ana Tapia
Ana Vidal Egea
Andrés Neuman
Ángel Manuel Gómez Espada
Ángela Jiménez Pérez
Ángela Torrijo
Antonia Ortega Urbano
Antonio Aguilar
Antonio Blanco
Antonio Méndez Rubio
Antonio Mialdea
Antonio Orihuela
Antonio Praena
Antonio Quesada
Athina-Styliani Michou Rorris
Augusto López
Begoña Callejón Aliaga
Ben Clark
Carmen López
Caterina Valdés
Cristina Consuegra Abal
Daniel Lázaro Abolafio
David Delfín
David Leo García
Eduardo Chivite
Elena Medel
Enrique Falcón
Estefanía Rodero Sanz
Diego Vaya
Estíbaliz Espinosa
Fatima Nunhez Delgado
Ernesto García López
Fernando Valverde
Francisco Cenamor
Francisco León
Francisco Onieva
Ignacio García Cabrera
Iker Biguri
Inés Toledo
Inma Luna
Isabel Bono
Isabel Perez Montalban
Izaskun Gracia
Javier Almuzara
José Blanco
José Daniel García
José Enrique Salcedo
Jose Luis abraham
José Luis Pérez Pastor
José Luis Piquero
Josefa Parra
Juan Andres Garcia Roman
Juan Carlos Abril
Juan Carlos Martínez Manzano
Luis Bagué
Luis Luna
Mª Lourdes De Abajo Fernández
Marga Blanco Samos
María Inmaculada Fernández Barjola
Maria Salvador
Mario Cuenca Sandoval
Marta Zafrilla
Mertxe Manso
Miguel Ángel Contreras
Miguel Mejía Pérez
Nacho Abad
Nacho Montoto
Pablo Fidalgo Lareo
Rafael Calero
Rafael Espejo
Rafael Saravia
Raquel Lanseros
Raúl Díaz Rosales
Rubén Romero Sánchez
Sergi Puertas
Sofía Rhei
Sonia Betancort
Vicente Luis Mora
Vicente Muñoz Álvarez
Yolanda Castaño

El balcón. Delia Aguiar

Hoy he ido a la tertulia. Había gente. Yo quiero a la gente. La gente sufre y yo quiero comprenderles. Así he tratado de hacerlo. Aunque a mí nadie me comprenda. Pero antes he caminado hasta la tertulia desde Moncloa hasta la Glorieta de Bilbao. Al Café Comercial. Son tres o cuatro paradas de metro. Me gusta cruzarme con la gente de esos barrios, tan bien vestida. Se nota su dinero. Llevan las marcas en las mejillas de los colchones nuevos. Están sanos.

Hacía fresco, y no hacía más que preguntarme qué buscábamos todos un sábado por la mañana. Vivir a secas es muy poco, es no decir nada. Quizá la primavera. En este día el sol hacía su comunión y confesaba sus pecados de invierno. El sol es infiel como el vecino, como lo soy yo queriendo a muchos. La boca que besa a todos y no besa a nadie. El tiempo entre mis dientes es áspero, me hace añicos el tiempo sin saber para qué es el tiempo.

Sin embargo, he llegado de las primeras. Había sólo un hombre sentado en una mesita frente a los balcones, en la planta de arriba. Estaba leyendo a Schopenhauer. Me he sentado con él, enfrente, y él se ha alegrado de verme. Creo. Me ha gustado la escena del balcón hablando con ese desconocido al que sólo me unía el amor por Schopenhauer. Yo me sentía bien, con mi moño alto y el balcón abierto. En ese ambiente entre bohemio y nostálgico. Siempre seria, últimamente. He pensado que yo debo ir algún día allí sola, sin tertulia. A escribir un poema frente a ese balcón. Hay veces que te llama un poema para que lo escribas y otras veces un lugar te llama por ese poema. Los lugares llaman, avisan. Se vuelven enfermos en sus lechos de muerte pidiendo que vayas. En sus últimas voluntades, tu poema. Y el cartón del aire hace sus copias y a la vez aísla tus palabras de las de los otros.

Quiero mirar por un balcón roto, recoger sus pedazos y hacerme el delantal que componga mi vida, que sujete mis ganas. Quiero dejar de hablarme a mí misma de una vez por todas, y que me hable la vida.

Delia Aguiar