miércoles, 22 de abril de 2009

Manos. Delia Aguiar

Cuando no hablas dicen que te ha comido la lengua el gato, cuando no escribes dirán que te ha comido la mano el gato. Y es que mi mano está en el rincón de algún camastro de mascota, en la esquina de una de esas cestas acolchadas con tela a cuadros donde se meten los animales a dormir. Está siendo olisqueada y sin ningún aroma interesante es abandonada junto a otros juguetes de morder, desenhebrar o arañar. No tengo manos porque ya no tengo corazón, él se llevó lo que había. La última vez, en su despacho, yo junté sus palmas como si le pusiera a rezar a la altura de mi boca, y luego besé el punto de unión de sus dedos corazones. Él introdujo su mano por mi escote, hizo hueco por el sujetador y la dejó allí quieta, posada sobre un montículo de carne templada. Todo el tiempo que gastamos en mirarnos a los ojos en silencio esa mañana es el tiempo que yo debería usar en escribir, un concentrado de tiempo. Pero nuestras manos dicen cosas tan distintas, tienen letras tan desacordes en el tiempo que ya no comprendo qué es mi mano, qué es la suya, y sólo sé que debo separarlas. Pero esa separación es ajena a mí, soy incapaz de llevarla conmigo. Lo que dejo lo dejo en el camino y mi mano queda abandonada en el camastro de algún animal doméstico. Apenas puedo decir nada, sólo emitir convulsiones, convertirme en un pulpo lleno de tentáculos que se agitan como los dedos de una mano enorme que jamás podrá decir nada ordenado, porque en su centro sólo hay rejas, una pequeña ventana construida con las líneas de la mano. Jamás nos enseñaron que las líneas de la mano eran las rejas.

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