domingo, 12 de abril de 2009

Habitación de hotel en Pekin

Todo el domingo por la noche buscando el papelito del paro con su fotocopia en la mano, la misma fotocopia que hice el viernes por la tarde. No debe andar muy lejos el original, de hecho recuerdo la última vez que lo vi: fue este último viernes por la tarde al que me refiero, cuando, una vez fotocopiado, lo dejé caer al suelo pensando que caía con la misma belleza con la que caen las hojas secas de los árboles en otoño. Me complació tanto verlo en el suelo con el mismo aspecto de hoja otoñal que pensé en lo estupendo que sería pisarlo y escuchar el crujido bajo mis pies, un crujir de papelito del paro.

Lo que no era urgente el viernes por la tarde pasa a ser una prioridad el domingo por la noche, víspera del lunes, último día de plazo para presentar el original del papel del paro que me solicitan, acompañado de su fotocopia. Podría decir en la ventanilla que he fotocopiado un original inexistente y quedarme tan ancho, pero no quiero renunciar a la beca de transporte que me sugirieron solicitar, de la cual nadie se hace una idea de cuanto dinero me reportará ni de cuando podría llegar. Y se hace extraño tener la fotocopia en la mano y no encontrar el papel original, como inexpicable me resulta ahora haber desperdiciado horas de búsqueda en contemplar cómo jugaban los niños de mis vecinos chinos. No es que jugaran a nada especial, pero me sorprendió descubrir que el pequeño de dos años, al que creía hijo único, tuviera un hermano. Tantos meses haciendo un seguimiento lo más pormenorizado posible de esa familia y descubro ahora que el pequeño tiene un hermano. Resulta imperdonable.

En el fondo pienso que no es tan anormal que se me haya escapado la existencia del hermano, pues yo hago lo mismo en mi familia, es decir; somos cuatro hermanos y siempre me creí hijo único. No los menciono casi nunca, y cuando lo hago suelo pensar que no son más que una fotocopia de mí. "¿A que yo soy más guapo que ellos? ¿A que me quieres más a mí?"; eran preguntas que le solía hacera mi madre, que hoy en día me sigue recordando aquellos berrinches enormes que me pillaba cuando ella le daba el biberón a mis hermanos menores. ¿Tendré celos ahora del hermano chino? No tendría por qué, pero no paraba de preguntármelo mientras los veía jugar en su jardín, desde la ventana de mi habitación. El hermano chino recién descubierto es algo más grande que el otro, y a veces también parecía sufrir algo del complejo de príncipe destronado que yo sufrí en su día (alguna colleja a destiempo, algún empujón, algún berrinche injustificado). Al mirarlos, pensaba que la ventana de mi habitación tenía algo de pantalla de televisión, y el juego de los dos críos, que por lo general tiende a imitar a lo que ven por la tele, tenía a su vez algo de serie de dibujos animados. De vez en cuando aparecía en el jardín la madre, que se dirigía a los niños para regañarlos, y parecía la malvada de la serie. Los niños reaccionaban con espanto ante la aparición de la madre, pero cuando ésta desaparecía, volvían de nuevo con su movimiento agitado y su hablar vertiginoso de héroes de aventuras. Por mi parte, desde mi ventana, no intentaba comprender nada de la serie que los dos hermanos protagonizaban, porque lo cierto es que soy incapaz de entender nada de ninguna serie de dibujos animados; me pasa ahora cuando veo alguna con mi sobrino y me pasaba de pequeño, cuando mis hermanos menores disfrutaban viendo juntos series japonesas del estilo de “Bola de dragón” mientras que yo era incapaz de enterarme de nada. Pero había algo que me descolocaba y en seguida supe qué era: contemplar el juego de aquellos niños era como ver una serie de dibujos animados extranjera sin doblaje, en versión original. El siguiente paso fue imaginarme en una habitación de hotel en Pekin, sintonizando a deshoras algún canal temático infantil, viendo todo el rato serie de dibujos animados chinas, sin salir de la habitación más que lo estrictamente necesario.

Imagino esa hipotética vida en la China, quizá como comerciante, o como estudiante del chino que practica el idioma viendo esas series de dibujos animados que estoy incapacitado para entender, y la contrapongo con mi vida en este diario chino, que en días como hoy me parece una habitación de hotel de Pekin en medio de un pueblo costero del sur de España, algo así como la fotocopia de un original inexistente. Es domingo por la noche y se me vienen de golpe todas las obligaciones aplazadas durante el fin de semana. Sigo buscando el papel que me hace falta mientras me lamento de haberlo dejado para última hora una vez más, y se me vienen a la cabeza todas esas cosas que dicen mis allegados que necesito con urgencia: orden, concentración, sentido de la realidad. Buco el papel debajo de la cama, miro en el resquicio que hay bajo el armario, y no consigo ver nada. Ojalá pudiera volver al viernes por la tarde, un viernes por la tarde que siempre parece infinito, y ver como los lunes y los hermanos y las series de dibujos animados que soy incapaz de comprender se convierten en papeles que uno puede dejar caer al suelo como hojas muertas para luego pisarlas. Nada me gustaría más que pisarlas, sí, y deleitarme luego con el crujido melancólico y elegante que tienen las hojas de árbol en otoño.

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