miércoles, 22 de abril de 2009

Cubo encerrado. Ángela Torrijo Arce

Cuando me presentan a alguien, no me dejo impresionar por su aspecto físico o por lo que dice: si es demasiado abierto, arisco, intelectual u osado, sino que en lugar de un juicio, viene una imagen a mi cabeza. A veces son personajes de libros que he leído, otras se asemejan a un animal, a una cosa. Hace poco conocí a un hombre chamán, tengo una jefa que me recuerda a la protagonista de "La Piel Fría", un compañero de trabajo es clavado a Ignatius J. Reilly, una amiga que es una mezcla entre una hiena, una boa y un oso de peluche, y una prima que es un balcón.

Hoy llevo todo el día fijándome en él: ojos grandes color ámbar, llenos de números y lágrima fácil. Anda con lentitud y sonríe poco. Cuando lo hace, enseña los dientes -recuerdo el momento en que en lugar de dientes había sólo una encía rosa y blanda de bebé, una encía que aliviaba con mi dedo índice, apretándolo-. Se le estiran las mejillas y buscando en su mirada, como quien ha perdido algo muy importante que necesita con urgencia, me he encontrado con un metal. No es un cuchillo, es algo más blando, pero con la frialdad que sólo da lo metálico. Mercurio en el fondo de los ojos de mi hijo. De repente, alguien que está a tu lado sufre una metamorfosis, le salen alas de colores y antenas, o se le llenan las pupilas de metal líquido y ha sucedido sin que te dieras cuenta, en silencio. Me entran ganas de llorar cuando siento que los cambios importantes se hacen siempre de puntillas.

Antes de preguntarle ha sido cuando le he visto: un cubo de madera duro y macizo. Un cubo de madera con celdas de colores, prestas a colocarse en orden siempre que se aplique una formula matemática correcta. No soy buena con los puzzles, ni con el cubo de rubik, ni con las cuentas. Soy mejor viendo imágenes o sabiendo lo que va a pasar un minuto antes de que pase. El cubo de madera de cerezo me ha mirado con sus pupilas metálicas de color míel y me ha dicho que no pasa nada, que no está triste, ni preocupado, que todo va bien. Y lo ha hecho fingiendo que me escuchaba mientras leía el exterior de una caja de laurel que llevaba yo en la mano, colocada al revés.

Hace años renuncié a los juegos que me resultaran incomprensibles. Hace menos años renuncié a entrar dentro de las habitaciones que me cerraran con llave. Aprendí que tienes que conformarte con lo que cada uno te da o elegir otra cosa. También que sólo valen las puertas que se abren solas. No funcionan tampoco los conjuros, sólo esperar sentada en el portal o irte. Aquella vez me fui. Hoy, mientras le servía una sopa de fideos me han entrado ganas de llorar y de gritarle que me dejara pasar. Luego me he acordado de mi padre, y de lo único que aprendí de sus gusanos americanos: para conseguir el pez, no puedes hacer otra cosa que soltar carrete. Si tiras del hilo en cuanto notas que ha picado el anzuelo, el animalito se desgarrará la boca, morirá igual, pero en el mar. Cuando ya sientes que el pez baja la intensidad en su nado, empiezas a recoger hilo poco a poco, para que no sospeche. Al final, cuando está cerca de la superficie del mar, hay un duelo que siempre gana el hombre. Un duelo injusto.

La llave que vale es la que te dan en la mano -me he repetido- no quiero otra. Enseguida me ha preguntado qué había después de la sopa. "Pescado", he respondido.

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