lunes, 5 de abril de 2010

La resistencia analógica (y II).





Al día siguiente comprobé que Kim Yu-na es una celebridad en su país, un ser angelical de 19 años patrocinada por marcas de productos lácteos, de automóviles, de cosméticos, por empresas de aparatos de alta tecnología. Consulté por Internet los anuncios que ha grabado para esas empresas. Más que anuncios, parecen la representación de esos mismos anuncios. De forma que hay que acudir al Making Off de los anuncios para contemplar a la auténtica Kim Yu-na: la que sonríe espontánea cuando el perro al que está enjabonando la salpica, la que sonríe espontánea cuando se prueba unas gafas de pega, la que sonríe espontánea posando con un vestido rojo mientras un ventilador le agita la melena. Los Making Off de los anuncios de Kim Yu-na parecen una sucesión de falsas tomas falsas en los que la patinadora surcoreana sonríe espontáneamente incluso cuando la graban dormida. Me gustó mucho conocer la faceta comercial de Kim Yu-na, y me gustó repasar algunos de sus números deportivos más celebrados, pero no alcanzó ni de lejos la fascinación que me produjo verla la noche anterior a través de la señal analógica de mi televisor. En cuanto a los juegos olímpicos de invierno, aquella misma noche tuve la oportunidad de ver la repetición de una caída en cámara lenta. Una bonita caída, la del suizo Dario Cologna durante la prueba de esquí de fondo. Tenía que reconocer, aunque fuera a regañadientes, que una caída en la señal digital tenía una resolución mayor, era una caída que se percibía con más limpieza y nitidez. Y sin embargo, había algo en ella que no me acababa de cautivar, tenía algo de premeditado, de toma falsa, como si la repetición a cámara lenta precediera a la caída propiamente dicha. Mis reticencias aumentaron cuando supe que la caída de Dario Cologna tuvo lugar una vez hubo cruzado la meta victorioso. Lo que se dice una caída feliz, una caída ligera e intrascendente.

Decidí prescindir de la TDT. Fue un acierto por mi parte; al desenchufar el aparato, la señal cambió de modo que parecía caer una ventisca de nieve sobre la pantalla. Nunca antes unos juegos olímpicos de invierno me habían parecido tan gélidos e invernales, tan genuinos. La realización pasó a retransmitir la final de Skicross, una modalidad kamikaze del esquí tradicional, con rampas durante el descenso. Una especialidad que suele ser pródiga en espectaculares caídas, decía el locutor, con un tono de euforia en la voz que parecía desdeñar el aspecto verdaderamente esencial del asunto. Parapetado tras mi señal bunkerizada, contemplé maravillado aquella sucesión imparable de saltos que solían acabar de forma violenta con los huesos del esquiador en la nieve. Ver la repetición a cámara lenta de todas aquellas caídas a través de la señal analógica era tan emocionante como seguir el trazo del primer dibujo de un niño pequeño. Y lo mismo sucedía con el resto de los deportes. Ver pelearse a dos jugadores de Hockey sobre hielo era como verles bailar un vals. Ver a una patinadora cayéndose era como verla lanzándose a la piscina en su primer día de vacaciones. Lo único que me inquietaba era la aparición constante del recuadro que advertía de la pronta interrupción de la señal analógica. A partir del 10 de marzo, advertía, con la primavera a la vuelta de la esquina. Tenía que hacer algo para que mi búnker no volara en pedazos con el estallido de la señal digital. Tenía que hacer algo para reforzarlo. Tuve que echar mano de mi viejo video.

Rescaté el aparato de entre varias cajas de cartón que tenía apiladas en la despensa. Tardé horas en encontrar el cable que le correspondía, pero finalmente lo conseguí. En cuanto a las cintas de video, no me quedó más remedio que echar mano de la grabación de la final de la séptima Copa de Europa del Real Madrid. Fue doloroso, pero no tenía otra cinta a mano. Al ponerla en funcionamiento, la cinta emitía un chirrido agónico que no sé por qué, me hizo pensar en el lamento de una vaca en un matadero. Aquello no tenía vuelta atrás. Grabé todas las repeticiones a cámara lenta de caídas que se sucedieron desde aquella noche hasta el final de la olimpiada. También grabé un resumen de los mejores momentos de la competición, entre ellos el ejercicio de Kim Yu-na. Cuantas veces fantaseé con secuestrarla mientras veía repeticiones de repeticiones de caídas a cámara lenta. Imaginaba a Kim Yu-na recluida en mi búnker, pero no fantaseaba con verla patinar sólo para mí. Más bien fantaseaba con verla representando algunos de sus anuncios para mí, grabando falsas tomas falsas en la intimidad de nuestro búnker. Que por las mañanas, cuando desayunáramos, se bebiera un vaso de leche como si estuviera grabando un anuncio. Los días avanzaban, y finalizados los juegos la televisión carecía de caídas dignas de repetirse. Este apagón, leí en un periódico, será el más grande en cuanto a la densidad de las ciudades que se verán afectadas, pero, cuando se haya producido, todavía quedarán algunos municipios en Asturias, Castilla y Leon, Islas Canarias y Galicia que verán la televisión en analógico. Todavía quedará una aldea que se resistirá a la invasión de los romanos, un búnker que se resistirá al estallido de la señal digital. A partir de ahora sólo vería mis grabaciones de la señal analógica de las olimpiadas de invierno. De hecho ya llevaba unos días sin ver otra cosa. Con el chirrido agónico de fondo y la compañía fantasmal de Kim Yu-na, la imagen presentaba una franja blanca en medio de la pantalla que la fracturaba y que cada vez se hacía más grande. La primavera ha llegado y el apagón analógico ya es un hecho. Florecen los TDT en todos los salones del país y no pasa un nuevo día sin que descubra una grieta nueva en la pantalla. Anoche, la pantalla de mi televisor ya parecía una pared desconchada cuando de repente escuché el galopar de un caballo subiendo las escaleras de la casa de al lado. Me levanté del sofá dando un respingo y me asomé a la ventana: allí estaban de nuevo mis vecinos chinos, toda la familia de nuevo, subiendo las escaleras camino de su hogar. El pequeño de la familia iba un poco más rezagado, correteando tras el perro. De repente dio un traspiés y se cayó al suelo. El tropiezo fue celebrado con gritos de júbilo por su hermano mayor, pero el pequeño, lejos de lamentarse, se levantó en seguida y empezó a correr detrás de su hermano, mientras la madre trataba de poner orden al grito de “quietos, quieetooos” (ella siempre habla en castellano con sus niños y con el perro). Ahí estaba de nuevo la familia china, Tan ruidosa y alegre como siempre. Me alejé de la ventana y me senté en el sofá, donde permanecí con los ojos cerrados un buen rato. Sólo los abrí cuando acepté que ni yo ni nadie iba a ser capaz de repetir en cámara lenta la caída del niño chino.

2 comentarios:

Pepe Lillo dijo...

Tengo una idea magnífica. Deja de ver la tele, comprate una libreta y un bic y ve por ahí filmando a todos los chinos del mundo mundial.
Pepe Lillo

Carlos dijo...

No me dejaré ni uno.
Un saludo Don (de) Lillo