miércoles, 29 de junio de 2016

El afilador


1-Un silbido recorre el mundo por las mañanas

Una mañana reciente vi al afilador por primera vez en mi vida. Yo salía de la frutería con una bolsa con tomates, pimientos y pepino para hacerme un gazpacho cuando vi a un señor mayor sujetando una bicicleta con una mano mientras que con la otra sujetaba una especie de armónica con el que reproducía ese silbido de armoniosa estridencia que llevo escuchando toda la vida y que cada vez que llega a mis oídos, me remite a la primera vez que lo escuché, o para ser más exactos, a todas y cada una de las veces que he escuchado ese silbido, o para ser más exactos todavía, a un silbido que me remite a toda la vida.

Me quedé casi petrificado, mirándolo a distancia con mi bolsa con tomates, pimientos y pepino en la mano. Yo le miraba con rostro supongo que de admiración aunque lo mismo era de idiota, o de ambas cosas a la vez, y él a su vez me observó, pero no me miró como si dijera que mira el tonto este que parece que no ha visto a un afilador en su vida sino que me miró como si dijera sí, el afilador soy yo, dirigiéndome una sonrisa pícara, legendaria e inmortal, como si me sonriera desde el fondo de mis recuerdos, desde la primera vez que recordaba haber oído el silbido del afilador en la lejanía, quizá una mañana en el colegio, o desde mi casa algún día que había fingido estar malo para no ir al cole (cosa que por cierto, se me daba excepcionalmente bien). Cuando llegué a casa me hice un gazpacho. Me salió bueno aunque no me remitiera a todas y cada una de las veces que he tomado gazpacho.

Lo cierto es que en mi consciencia el afilador nunca había existido como una figura física y concreta; en mi cabeza el afilador era una melodía que existía por si misma, un silbido que recorría el mundo, un poco a la manera en que los reyes magos recorren el mundo en una sola noche, solo que el afilador recorrería el mundo en una sola mañana. O como recorre una localidad todos los sábados por las mañanas el camión del tapicero, esa voz que no se cansa de repetir atención, atención ha llegado a tu localidad el camión del tapicero, tapizamos todo tipo de muebles, sillas, tresillos, sofás, salga y pregunte precio sin compromiso. Nunca he visto el camión del tapicero cuando he salido a dar un paseo por la calle, tampoco he visto a los reyes magos, pero sí he visto, una vez, al afilador, que no es una melodía autónoma o un ente musical sino un señor que afila cuchillos. Es como si esa mañana hubiera perdido el último vestigio de inocencia que me quedaba.

2- Los gemelos

Nunca he visto el camión del tapicero ni a los reyes magos, sí una vez al afilador, pero a los que no dejo de ver nunca es a un par de gemelos que viven aquí, en el Rincón de la Victoria. No hay vez que no me cruce con ellos cada vez que salgo al pueblo. Son muy extraños los gemelos, son extraños los gemelos en general, pero estos gemelos me resultan particularmente extraños. Hace años llevaban los dos la misma melena rizada, llevaban gafas ambos; siguen usando gafas pero hace meses uno de ellos se cortó la melena. Fornidos los dos, anchos de hombros, aspecto un poco agreste como de campesinos o trabajadores de un taller mecánico, juraría que el que se cortó la melena es el que va siempre a la izquierda del otro pero este detalle lo confirmaré la próxima vez que los vea. Hay algo en ellos que me resulta inmodificable. Por ejemplo, empecé a percatarme de su existencia hará un par de años, cuando tiraba por el camino de la corta en dirección a la parada del bus que me llevaría a la Escuela de Idiomas, donde empecé a estudiar inglés. Siempre me los encontraba en el mismo punto del camino, en la última curva de la corta antes de llegar a la rotonda frente al supersol. Estuve un lapso de tiempo sin verles porque apenas hacia vida en el pueblo, pero desde hará unos seis meses volví a cruzármelos periódicamente cada vez que salía de la academia donde retome el estudio del inglés. Van siempre con una toalla de playa sobre los hombros y también me los encuentro en el mismo punto, aproximadamente a la altura de una agencia inmobiliaria a medio camino entre el ambulatorio y la plaza de la iglesia. Estamos sincronizados los gemelos y yo, es como si yo fuera un tercer gemelo que desentona en todo y que en el preciso instante en el que nos cruzamos, rompe la armonía del conjunto. Nunca he visto a los gemelos acompañados por alguien, pero las veces en que me los he cruzado nunca los he visto en silencio, siempre van hablando el uno con el otro. Esta mañana me los volví a encontrar aunque esta vez yo no saliera del inglés. Estaban sentados en un banco, en un jardín que hay a la entrada del Rincón frente a un bazar chino. Me fijé en que el gemelo del pelo largo llevaba la toalla alrededor del cuello, mientras que el del pelo corto la llevaba colgada del hombro.

3- La voz de los muertos

A mí me gustaba hace tiempo una compañera de la oficina de Ocaso, la compañía de seguros popularmente conocida como la de los muertos. De hecho solía darse el caso de que cuando llamaba a casa de un cliente que, pongamos por caso, se llamaba Antonio, y me lo cogía su señora, yo escuchaba desde el otro lado del teléfono a la señora avisando a su marido: “Antonio, el de los muertos”. Así que durante el par de años que trabajé en esa compañía digamos que yo era la voz de los muertos, o una más de las voces de los muertos de aquella oficina que también era un poco mortecina, llena de gente de mediana edad, de prejubilados que aprovechaban para sacarse un dinero extra al tiempo que cobraban la pensión, una oficina a la que un día llegó una muchacha rubia, alta y delgada como llegaría una especie de halo de vida a un lugar mortecino. O dicho de otra manera, llegó a la oficina como llega a mis oídos el silbido del afilador, suspendiendo el tiempo, acercando a mi cabeza un espacio lejano lleno de posibilidades.

Ella era cordobesa, aunque por su físico parecía alemana. También era estúpida, o eso decía todo el mundo en la oficina, especialmente las mujeres que ya se sabe que a veces son muy venenosas entre ellas. Además esas compañeras no acercaban espacios lejanos a mi cabeza, no tenían un pelo rubio que hacía bullir mi sangre como quien hace burbujitas al soplar con una paja una fanta de limón. Yo la defendía, decía que no era tan borde ni creída como parecía, que solo era una forma de expresarse, que quizá era un poco tímida o que en cualquier caso lo que le pasaba es que era cordobesa. Así se lo expuse a mi jefe, que a las pocas semanas ya estaba harto de ella. Claro, claro, me respondió mi jefe con una sonrisa irónica, a ti lo que te pasa es que al ver su pelo rubio te bulle la sangre como si alguien hiciera burbujitas al soplar con una paja una fanta de limón. En honor a mi jefe tengo que reconocer que no me lo dijo exactamente así, me lo dijo con otras palabras que no recuerdo pero que más o menos venían a decir eso.

El caso es que una mañana ella me comentó que por fin había encontrado piso nuevo, en la calle Armengual de la Mota, y desde entonces yo, que tenía un hueco de dos horas entre que cerraba la oficina al mediodía y volvía abrir por la tarde, no dejé de tirar ni un solo día por Armengual de la Mota a la hora de la comida, también lo hacía al anochecer, cuando ya cerraban la oficina. Caminaba por Armengual de la Mota sintiéndome un poco un silbido del afilador, como una ilusión leve y ligera dispuesta a colonizar un nuevo territorio. Intentaba hacerme el encontradizo, claro está, pero ni un puñetero día me la encontré. 

En realidad yo ya sabía que no quería nada conmigo porque si no le propuse mil veces quedar un día para tomar algo no se la propuse ninguna, y aún así seguí caminando por Armengual de la Mota, con el peso de la derrota en los hombros, o colgada del cuello la derrota igual que lleva la toalla el gemelo del pelo largo, una derrota que yo hubiera querido que tuviera el peso de una toalla pero que más bien pesaba como una toalla mojada, como pesaba mi esperanza de que un encuentro casual fuera de la oficina cambiara las cosas.

Pasó el tiempo y yo ya me olvidé de caminar por la calle Armengual de la Mota, más que nada porque por fin me había dado cuenta de que la rubia era estúpida. Tuvimos un roce en el trabajo en el que se comportó de una forma tan obviamente estúpida que hasta yo me di cuenta y, en fin, convertí esa toma de conciencia de lo estúpida que era en una pequeña victoria íntima y en un alivio con el cual desdeñaba el aspecto verdaderamente esencial y es que, por muy estúpida que fuera, yo nunca le resulté lo suficientemente atractivo. Pasó el tiempo como decía y un domingo de una tarde muy fría de enero yo estaba tomándome un café con un amigo en el paseo marítimo del Rincón cuando de repente vi aparecer a la rubia con una sonrisa triunfal, parapetada tras unas gafas de sol y cogida de la mano de un tipo alto con barba, un tipo más alto y más atractivo que yo el hijo puta, y la rubia al aparecer por el paseo marítimo refulgía como un rayo de luz que iluminó la tarde fría de enero y que pasó a mi lado sin saludarme siquiera, la muy estúpida. Pasadas unas horas me despedí de mi amigo y camino de casa, me encontré con los gemelos.

4- Ventura Rodriguez.

Nunca me crucé con la rubia por Armengual de la Mota pero, al igual que tengo encuentros casuales crónicos con los gemelos, no había tarde, o eso me lo parecía a a mí, que no me encontrara con un cobrador cojo de Ocaso. Los cobradores eran ya una figura en extinción hace un par de años al que de alguna manera venía a sustituir el papel que tenía el equipo del que yo formaba parte en la oficina, el de los agentes de distrito bancario. Nuestra función consistía en usar un pretexto tan tonto como el de que nos firmaran el reajuste anual de la póliza de defunción para colarnos en la casa del asegurado (la mayoría ya con el recibo domiciliado) e intentar colarles más seguros de los que tenían, y de cerca de las mil visitas que haría en aquella etapa una gran mayoría de clientes me evocaba la figura del cobrador, aquel señor que tocaba el timbre una vez al mes (los domingos por las mañanas me decían muchos, supongo que después de misa) para disgusto de sus madres (eso me lo decían mucho, que sus madres se llevaban un susto al verlos aparecer).

A eso dediqué muchas de las horas de mi trabajo en la compañía de los muertos, en recorrer las calles de casa en casa de clientes, asegurados de toda la vida de Ocaso que ya habían pagado cuatro entierros por lo menos, muchas veces con el desánimo propio del que no vende un pimiento, es decir, con la sensación de deambular más que de caminar para hacer mi trabajo, deambulando como deambula el síibido del afilador por las mañanas. La mayoría de las veces que deambulaba lo hacía por el barrio de La Trinidad, allí estaban más del 50% de los clientes que tenía asignados. Una de las calles de La Trinidad es Ventura Rodriguez. Hay calles en el barrio que tienen su miga como la calle que le da nombre porque de allí todos los años sale el cautivo, hay otras calles por las que yo nunca pasearía de noche como las que circundan la iglesia de San Pablo, hay otras que tienen cierta vida comercial como la avenida del hospital, y bueno, calle Malasaña al menos tiene portales y un gimnasio. Ventura Rodriguez, en concreto, no tiene nada, es la concreción de la nada; un puro pasillo lleno de pintadas en las fachadas, locales chapados, chicles repellados en la acera y algunos restos de charcos de orina no se sabe si de perro, de gato o humana. Por no tener, no tenía ni asegurados de Ocaso, ni un solo cliente tenía asignado allí.

Podría haberme parado a orinar tranquilamente en medio de Ventura Rodriguez en medio de uno de mis miles de deambulares, y en esa calle es donde se producían mis encuentros casuales con el cobrador cojo. Un tipo con bigote, rostro agrio reconcentrado y olor a vino tinto don Simón al que me cruzaba allí casi a diario. Era también un momento en el que se detenía el tiempo, el instante infinitesimal en el que el cobrador cojo pasaba a mi lado y yo le dirigía una mirada tímida, de reojo que jamás era correspondida allí, en medio de la nada, a pesar de que el cojo no era ningún tipo de autista social, yo le veía saludar efusivamente a la gente en la oficina. No sé qué significaría que me lo cruzara de manera crónica siempre en la misma calle; yo sé que para mí ese era un sitio de tránsito entre una calle y otra, calles con oportunidades de negocio, casi todas oportunidades melancólicas de negocio pues la mayor parte de los asegurados del barrio no tenían un duro como para hacerse más seguros, y sé o más bien deduje con el tiempo que el cobrador cojo ya no trabajaba en Ocaso sino que se limitaba a pasarse una vez al mes por la oficina para recoger sus comisiones ganadas a lo largo de una vida dedicada a dar sustos los domingos por las mañanas después de misa.

A veces lo veía con su gesto de agriedad reconcentrada estrujando una lata de skoll, que es la cerveza más barata que puedes comprar en un chino y que yo veía a menudo repartida por el barrio como quien ve matojos de hierba abandonada creciendo en los bordes de las aceras, al igual que las veía por el barrio de Lagunillas o en La Cruz del Molinillo, latas de skoll esparcidas de mano en mano a las doce del mediodía. Yo veía al antiguo cobrador deambulando por las calles quizá tratando de revivir con nostalgia los años que pasó yendo a cobrar a las casas de la gente, cruzándose conmigo que venía a ser la versión moderna del cobrador, él con su cojera en una pierna y su lata de skoll en la otra, yo con mi carpeta llena de papeles con información de familias enteras, fechas de fallecimiento de abuelos o maridos, fechas de nacimiento y de alta de hijos y nietos, y de alguna manera me parece que esos encuentros casuales constituían entre nosotros una suerte de acto de intimidad, una intimidad exteriorizada sin gesto alguno allí en medio de Ventura Rodriguez.

5- Cuestión de grados

Yo me perdía a veces en el pasillo que es Ventura Rodriguez igual que me pierdo a veces en otro no lugar como son los pasillos del supermercado DIA que hay cerca de mi casa. Me gusta ir a comprar todos los días, por mínima que sea la compra, así por lo menos me paseo y veo gente, gente como un borracho muy simpático que vive por mi zona, un tipo que se expresa a través distintos hitos cómicos de la historia de la televisión en España; entra al supermercado saludando con un cómo están ustedes al igual que hacía Milikito, continua con un 22, 22 a la manera de El Duo Sacapuntas y después se responde a sí mismo con un cuñaooo cuñaooo como si fuera El Risitas.

Coincidí una vez con el borracho simpático en la cola del DIA mientras repetía 22, 22. Al ver que sólo llevaba una lata de cerveza le cedí el sitio, gesto al que me respondió con un gracias hermano y al pasar por delante de mí se detuvo un momento al ver el pack de 6 cervezas que yo llevaba en la cesta. Cuanto cuestan esas, me preguntó; están de oferta, le respondí; cuantos grados tienen, me volvió a preguntar, 5, le informé: estas son más baratas, acabó refiriéndose respecto a la que él se llevaba, la marca blanca de cerveza del DIA, una cosa infame que él se bebe caliente en la puerta del supermercado como le vi hacerlo una tarde de terral al tiempo que no paraba de saludar gente y la gente le saludaba a él y una niña chica le gritaba que le quería y él la respondía con un gracias guapa, yo también. Al cabo de un rato supongo que repetiría el proceso: cómo están ustedes, 22, 22, cuñaoo cuñaoo, y la gente le cede el turno en la cola al ver que solo lleva una misera lata de la miserable cerveza del DIA.

Desde que decidí que me iba a Dublin a buscarme la vida y cambiar de aires soy otro, es como si ya hubiera cambiado de aires aunque todavía no me haya ido ni haya sacado todavía el billete. Y desde entonces no paro de encontrarme al borracho simpático. Ocurre en cualquier momento del día y de la semana, siempre que bajo al Rincón a hacer cualquier cosa. Allí está el borracho simpático, con una gorra militar y una camiseta blanca metida por debajo de las bermudas, bien agarrada la camiseta por el cinturón. Al vislumbrarlo en medio del calor me parece estar viendo una nubecilla alcohólica a punto de evaporarse y cuando me lo cruzo le dirijo una mirada tímida de reconocimiento al igual que hacía con el cobrador cojo, pero él no me ignora, me la devuelve, y nos miramos en un punto inconcreto del ojo que no acaba de ser la pupila, como si quisiéramos averiguar la gradación alcohólica de nuestros respectivos ojos.

6- Colecciono moscas, y qué

Cometí un error garrafal no hace mucho en clase de inglés. Textualmente vine a decir I,ve been looking for flies to Dublin, lo cual venía a decir que había estado buscando moscas que me llevaran a Dublin. Gramaticalmente hablando, era un disparate, aunque me gustó la idea de irme a Dublin en mosca en vez de en avión. Me gustaría sentirme así, lo suficientemente ligero como para poder viajar en mosca a cualquier parte. De hecho la mosca ya es mi medio de transporte favorito, si es que alguna vez no lo fue. En el sueño más raro que he tenido nunca, los ojos se me salieron de las cuencas y en vez de caerse al suelo empezaron a revolotear alrededor de mi cabeza emitiendo un zumbido de mosca que en ningún momento llegó a angustiarme, y al frotarse sus patitas entre ellas yo sentía un cosquilleo en las pestañas que me agradaba.

Le comenté a mi madre la idea de emigrar a Dublin para buscarme la vida. Me dijo que le parecía bien, pero que era como si tuviera la cabeza llena de moscas, que tenía una serie de ideas revoloteando dentro por las que me dejaba llevar sin orden y que lo que tenía que hacer era agarrar una y quedarme con ella; por ejemplo ponerme a estudiar sin límite, como si no hubiera un mañana, hasta que salieran plazas de lo mío. De todo lo que me dijo me quedé con el “como si no hubiera un mañana”. Tenía que ver con lo que yo sentía las mañanas que escuchaba el silbido del afilador y el tiempo se suspendía, como si se abriera una nueva mañana dentro de la mañana. De alguna manera eso se acabó cuando vi al señor del afilador, no una melodía autónoma sino un señor ejerciendo un oficio antiguo que consiste en afilar cuchillos. No he vuelto a escuchar el silbido desde entonces, mejor así. Probablemente aquel silbido no contenía promesa alguna, tan solo albergaba en su interior un pasillo como el de la calle Ventura Rodriguez y no hay otra forma de esperanza posible que no sea vivir como si no hubiera un mañana. No me extrañaría que algún día un eco llegara a Dublin, un mensaje con el que se familiarizarían los dublineses los sábados por la mañana: atención, atención, ha llegado a su localidad la calle Ventura Rodriguez; tenemos gemelos, ex cobradores cojos de Ocaso, borrachos simpáticos y rubias ausentes. Tenemos moscas, coleccionamos moscas, y qué.

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