1-Un silbido recorre el mundo por
las mañanas
Una mañana reciente vi al afilador por primera vez en mi vida. Yo salía de la frutería con una bolsa con tomates, pimientos y pepino para hacerme un gazpacho cuando vi a un señor mayor sujetando una bicicleta con una mano mientras que con la otra sujetaba una especie de armónica con el que reproducía ese silbido de armoniosa estridencia que llevo escuchando toda la vida y que cada vez que llega a mis oídos, me remite a la primera vez que lo escuché, o para ser más exactos, a todas y cada una de las veces que he escuchado ese silbido, o para ser más exactos todavía, a un silbido que me remite a toda la vida.
Me quedé casi petrificado, mirándolo
a distancia con mi bolsa con tomates, pimientos y pepino en la mano.
Yo le miraba con rostro supongo que de admiración aunque lo mismo
era de idiota, o de ambas cosas a la vez, y él a su vez me observó,
pero no me miró como si dijera que mira el tonto este que parece que
no ha visto a un afilador en su vida sino que me miró como si dijera
sí, el afilador soy yo, dirigiéndome una sonrisa pícara,
legendaria e inmortal, como si me sonriera desde el fondo de mis
recuerdos, desde la primera vez que recordaba haber oído el silbido
del afilador en la lejanía, quizá una mañana en el colegio, o
desde mi casa algún día que había fingido estar malo para no ir al
cole (cosa que por cierto, se me daba excepcionalmente bien). Cuando
llegué a casa me hice un gazpacho. Me salió bueno aunque no me
remitiera a todas y cada una de las veces que he tomado gazpacho.
Lo cierto es que en mi consciencia el
afilador nunca había existido como una figura física y concreta; en
mi cabeza el afilador era una melodía que existía por si misma, un
silbido que recorría el mundo, un poco a la manera en que los reyes
magos recorren el mundo en una sola noche, solo que el afilador
recorrería el mundo en una sola mañana. O como recorre una
localidad todos los sábados por las mañanas el camión del
tapicero, esa voz que no se cansa de repetir atención, atención ha
llegado a tu localidad el camión del tapicero, tapizamos todo tipo
de muebles, sillas, tresillos, sofás, salga y pregunte precio sin
compromiso. Nunca he visto el camión del tapicero cuando he salido a
dar un paseo por la calle, tampoco he visto a los reyes magos, pero
sí he visto, una vez, al afilador, que no es una melodía autónoma
o un ente musical sino un señor que afila cuchillos. Es como si esa
mañana hubiera perdido el último vestigio de inocencia que me
quedaba.
2- Los gemelos
Nunca he visto el camión del tapicero
ni a los reyes magos, sí una vez al afilador, pero a los que no dejo
de ver nunca es a un par de gemelos que viven aquí, en el Rincón de
la Victoria. No hay vez que no me cruce con ellos cada vez que salgo
al pueblo. Son muy extraños los gemelos, son extraños los gemelos
en general, pero estos gemelos me resultan particularmente extraños.
Hace años llevaban los dos la misma melena rizada, llevaban gafas
ambos; siguen usando gafas pero hace meses uno de ellos se cortó la
melena. Fornidos los dos, anchos de hombros, aspecto un poco agreste
como de campesinos o trabajadores de un taller mecánico, juraría
que el que se cortó la melena es el que va siempre a la izquierda
del otro pero este detalle lo confirmaré la próxima vez que los
vea. Hay algo en ellos que me resulta inmodificable. Por ejemplo,
empecé a percatarme de su existencia hará un par de años, cuando
tiraba por el camino de la corta en dirección a la parada del bus
que me llevaría a la Escuela de Idiomas, donde empecé a estudiar
inglés. Siempre me los encontraba en el mismo punto del camino, en
la última curva de la corta antes de llegar a la rotonda frente al
supersol. Estuve un lapso de tiempo sin verles porque apenas hacia
vida en el pueblo, pero desde hará unos seis meses volví a
cruzármelos periódicamente cada vez que salía de la academia donde
retome el estudio del inglés. Van siempre con una toalla de playa
sobre los hombros y también me los encuentro en el mismo punto,
aproximadamente a la altura de una agencia inmobiliaria a medio
camino entre el ambulatorio y la plaza de la iglesia. Estamos
sincronizados los gemelos y yo, es como si yo fuera un tercer gemelo
que desentona en todo y que en el preciso instante en el que nos
cruzamos, rompe la armonía del conjunto. Nunca he visto a los gemelos
acompañados por alguien, pero las veces en que me los he cruzado
nunca los he visto en silencio, siempre van hablando el uno con el
otro. Esta mañana me los volví a encontrar aunque esta vez yo no
saliera del inglés. Estaban sentados en un banco, en un jardín que
hay a la entrada del Rincón frente a un bazar chino. Me fijé en que
el gemelo del pelo largo llevaba la toalla alrededor del cuello,
mientras que el del pelo corto la llevaba colgada del hombro.
3- La voz de los muertos
A mí me gustaba hace tiempo una
compañera de la oficina de Ocaso, la compañía de seguros
popularmente conocida como la de los muertos. De hecho solía darse
el caso de que cuando llamaba a casa de un cliente que, pongamos por
caso, se llamaba Antonio, y me lo cogía su señora, yo escuchaba
desde el otro lado del teléfono a la señora avisando a su marido:
“Antonio, el de los muertos”. Así que durante el par de años
que trabajé en esa compañía digamos que yo era la voz de los
muertos, o una más de las voces de los muertos de aquella oficina
que también era un poco mortecina, llena de gente de mediana edad,
de prejubilados que aprovechaban para sacarse un dinero extra al
tiempo que cobraban la pensión, una oficina a la que un día llegó
una muchacha rubia, alta y delgada como llegaría una especie de halo
de vida a un lugar mortecino. O dicho de otra manera, llegó a la
oficina como llega a mis oídos el silbido del afilador, suspendiendo
el tiempo, acercando a mi cabeza un espacio lejano lleno de
posibilidades.
Ella era cordobesa, aunque por su
físico parecía alemana. También era estúpida, o eso decía todo el
mundo en la oficina, especialmente las mujeres que ya se sabe que a
veces son muy venenosas entre ellas. Además esas compañeras no
acercaban espacios lejanos a mi cabeza, no tenían un pelo rubio que
hacía bullir mi sangre como quien hace burbujitas al soplar con una
paja una fanta de limón. Yo la defendía, decía que no era tan
borde ni creída como parecía, que solo era una forma de expresarse,
que quizá era un poco tímida o que en cualquier caso lo que le
pasaba es que era cordobesa. Así se lo expuse a mi jefe, que a las
pocas semanas ya estaba harto de ella. Claro, claro, me respondió mi
jefe con una sonrisa irónica, a ti lo que te pasa es que al ver su
pelo rubio te bulle la sangre como si alguien hiciera burbujitas al
soplar con una paja una fanta de limón. En honor a mi jefe tengo que
reconocer que no me lo dijo exactamente así, me lo dijo con otras
palabras que no recuerdo pero que más o menos venían a decir eso.
El caso es que una mañana ella me
comentó que por fin había encontrado piso nuevo, en la calle
Armengual de la Mota, y desde entonces yo, que tenía un hueco de dos
horas entre que cerraba la oficina al mediodía y volvía abrir por
la tarde, no dejé de tirar ni un solo día por Armengual de la Mota a
la hora de la comida, también lo hacía al anochecer, cuando ya
cerraban la oficina. Caminaba por Armengual de la Mota
sintiéndome un poco un silbido del afilador, como una ilusión leve
y ligera dispuesta a colonizar un nuevo territorio. Intentaba hacerme
el encontradizo, claro está, pero ni un puñetero día me la
encontré.
En realidad yo ya sabía que no quería
nada conmigo porque si no le propuse mil veces quedar un día para
tomar algo no se la propuse ninguna, y aún así seguí caminando por
Armengual de la Mota, con el peso de la derrota en los hombros, o
colgada del cuello la derrota igual que lleva la toalla el gemelo del
pelo largo, una derrota que yo hubiera querido que tuviera el peso de
una toalla pero que más bien pesaba como una toalla mojada, como
pesaba mi esperanza de que un encuentro casual fuera de la oficina
cambiara las cosas.
Pasó el tiempo y yo ya me olvidé de
caminar por la calle Armengual de la Mota, más que nada porque por
fin me había dado cuenta de que la rubia era estúpida. Tuvimos un
roce en el trabajo en el que se comportó de una forma tan obviamente
estúpida que hasta yo me di cuenta y, en fin, convertí esa toma de
conciencia de lo estúpida que era en una pequeña victoria íntima y
en un alivio con el cual desdeñaba el aspecto verdaderamente
esencial y es que, por muy estúpida que fuera, yo nunca le resulté
lo suficientemente atractivo. Pasó el tiempo como decía y un
domingo de una tarde muy fría de enero yo estaba tomándome un café
con un amigo en el paseo marítimo del Rincón cuando de repente vi
aparecer a la rubia con una sonrisa triunfal, parapetada tras unas
gafas de sol y cogida de la mano de un tipo alto con barba, un tipo
más alto y más atractivo que yo el hijo puta, y la rubia al
aparecer por el paseo marítimo refulgía como un rayo de luz que
iluminó la tarde fría de enero y que pasó a mi lado sin saludarme
siquiera, la muy estúpida. Pasadas unas horas me despedí de mi
amigo y camino de casa, me encontré con los gemelos.
4- Ventura Rodriguez.
Nunca me crucé con la rubia por
Armengual de la Mota pero, al igual que tengo encuentros casuales
crónicos con los gemelos, no había tarde, o eso me lo parecía a a
mí, que no me encontrara con un cobrador cojo de Ocaso. Los
cobradores eran ya una figura en extinción hace un par de años al
que de alguna manera venía a sustituir el papel que tenía el equipo
del que yo formaba parte en la oficina, el de los agentes de distrito
bancario. Nuestra función consistía en usar un pretexto tan tonto
como el de que nos firmaran el reajuste anual de la póliza de
defunción para colarnos en la casa del asegurado (la mayoría ya con
el recibo domiciliado) e intentar colarles más seguros de los que
tenían, y de cerca de las mil visitas que haría en aquella etapa
una gran mayoría de clientes me evocaba la figura del cobrador,
aquel señor que tocaba el timbre una vez al mes (los domingos por
las mañanas me decían muchos, supongo que después de misa) para
disgusto de sus madres (eso me lo decían mucho, que sus madres se
llevaban un susto al verlos aparecer).
A eso dediqué muchas de las horas de
mi trabajo en la compañía de los muertos, en recorrer las calles de
casa en casa de clientes, asegurados de toda la vida de Ocaso que ya
habían pagado cuatro entierros por lo menos, muchas veces con el
desánimo propio del que no vende un pimiento, es decir, con la sensación de deambular más que de
caminar para hacer mi trabajo, deambulando como deambula el síibido
del afilador por las mañanas. La mayoría de las veces que
deambulaba lo hacía por el barrio de La Trinidad, allí estaban más
del 50% de los clientes que tenía asignados. Una de las calles de La
Trinidad es Ventura Rodriguez. Hay calles en el barrio que tienen su
miga como la calle que le da nombre porque de allí todos los años
sale el cautivo, hay otras calles por las que yo nunca pasearía de
noche como las que circundan la iglesia de San Pablo, hay otras que
tienen cierta vida comercial como la avenida del hospital, y bueno,
calle Malasaña al menos tiene portales y un gimnasio. Ventura
Rodriguez, en concreto, no tiene nada, es la concreción de la nada;
un puro pasillo lleno de pintadas en las fachadas, locales chapados,
chicles repellados en la acera y algunos restos de charcos de orina
no se sabe si de perro, de gato o humana. Por no tener, no tenía ni
asegurados de Ocaso, ni un solo cliente tenía asignado allí.
Podría haberme parado a orinar
tranquilamente en medio de Ventura Rodriguez en medio de uno de mis
miles de deambulares, y en esa calle es donde se producían mis
encuentros casuales con el cobrador cojo. Un tipo con bigote, rostro
agrio reconcentrado y olor a vino tinto don Simón al que me cruzaba
allí casi a diario. Era también un momento en el que se detenía el
tiempo, el instante infinitesimal en el que el cobrador cojo pasaba a
mi lado y yo le dirigía una mirada tímida, de reojo que jamás era
correspondida allí, en medio de la nada, a pesar de que el cojo no
era ningún tipo de autista social, yo le veía saludar efusivamente
a la gente en la oficina. No sé qué significaría que me lo cruzara
de manera crónica siempre en la misma calle; yo sé que para mí ese
era un sitio de tránsito entre una calle y otra, calles con
oportunidades de negocio, casi todas oportunidades melancólicas de
negocio pues la mayor parte de los asegurados del barrio no tenían
un duro como para hacerse más seguros, y sé o más bien deduje con
el tiempo que el cobrador cojo ya no trabajaba en Ocaso sino que se
limitaba a pasarse una vez al mes por la oficina para recoger sus
comisiones ganadas a lo largo de una vida dedicada a dar sustos los
domingos por las mañanas después de misa.
A veces lo veía con su gesto de agriedad reconcentrada estrujando una lata de skoll, que es la cerveza más barata que puedes comprar en un chino y que yo veía a menudo repartida por el barrio como quien ve matojos de hierba abandonada creciendo en los bordes de las aceras, al igual que las veía por el barrio de Lagunillas o en La Cruz del Molinillo, latas de skoll esparcidas de mano en mano a las doce del mediodía. Yo veía al antiguo cobrador deambulando por las calles quizá tratando de revivir con nostalgia los años que pasó yendo a cobrar a las casas de la gente, cruzándose conmigo que venía a ser la versión moderna del cobrador, él con su cojera en una pierna y su lata de skoll en la otra, yo con mi carpeta llena de papeles con información de familias enteras, fechas de fallecimiento de abuelos o maridos, fechas de nacimiento y de alta de hijos y nietos, y de alguna manera me parece que esos encuentros casuales constituían entre nosotros una suerte de acto de intimidad, una intimidad exteriorizada sin gesto alguno allí en medio de Ventura Rodriguez.
A veces lo veía con su gesto de agriedad reconcentrada estrujando una lata de skoll, que es la cerveza más barata que puedes comprar en un chino y que yo veía a menudo repartida por el barrio como quien ve matojos de hierba abandonada creciendo en los bordes de las aceras, al igual que las veía por el barrio de Lagunillas o en La Cruz del Molinillo, latas de skoll esparcidas de mano en mano a las doce del mediodía. Yo veía al antiguo cobrador deambulando por las calles quizá tratando de revivir con nostalgia los años que pasó yendo a cobrar a las casas de la gente, cruzándose conmigo que venía a ser la versión moderna del cobrador, él con su cojera en una pierna y su lata de skoll en la otra, yo con mi carpeta llena de papeles con información de familias enteras, fechas de fallecimiento de abuelos o maridos, fechas de nacimiento y de alta de hijos y nietos, y de alguna manera me parece que esos encuentros casuales constituían entre nosotros una suerte de acto de intimidad, una intimidad exteriorizada sin gesto alguno allí en medio de Ventura Rodriguez.
5- Cuestión de grados
Yo me perdía a veces en el pasillo que
es Ventura Rodriguez igual que me pierdo a veces en otro no lugar
como son los pasillos del supermercado DIA que hay cerca de mi casa.
Me gusta ir a comprar todos los días, por mínima que sea la compra,
así por lo menos me paseo y veo gente, gente como un borracho muy
simpático que vive por mi zona, un tipo que se expresa a través
distintos hitos cómicos de la historia de la televisión en España;
entra al supermercado saludando con un cómo están ustedes al igual
que hacía Milikito, continua con un 22, 22 a la manera de El Duo
Sacapuntas y después se responde a sí mismo con un cuñaooo cuñaooo
como si fuera El Risitas.
Coincidí una vez con el borracho
simpático en la cola del DIA mientras repetía 22, 22. Al ver que
sólo llevaba una lata de cerveza le cedí el sitio, gesto al que me
respondió con un gracias hermano y al pasar por delante de mí se
detuvo un momento al ver el pack de 6 cervezas que yo llevaba en la
cesta. Cuanto cuestan esas, me preguntó; están de oferta, le
respondí; cuantos grados tienen, me volvió a preguntar, 5, le
informé: estas son más baratas, acabó refiriéndose respecto a la
que él se llevaba, la marca blanca de cerveza del DIA, una cosa
infame que él se bebe caliente en la puerta del supermercado como le
vi hacerlo una tarde de terral al tiempo que no paraba de saludar
gente y la gente le saludaba a él y una niña chica le gritaba que
le quería y él la respondía con un gracias guapa, yo también. Al
cabo de un rato supongo que repetiría el proceso: cómo están
ustedes, 22, 22, cuñaoo cuñaoo, y la gente le cede el turno en la
cola al ver que solo lleva una misera lata de la miserable cerveza
del DIA.
Desde que decidí que me iba a Dublin a
buscarme la vida y cambiar de aires soy otro, es como si ya hubiera
cambiado de aires aunque todavía no me haya ido ni haya sacado
todavía el billete. Y desde entonces no paro de encontrarme al
borracho simpático. Ocurre en cualquier momento del día y de la
semana, siempre que bajo al Rincón a hacer cualquier cosa. Allí
está el borracho simpático, con una gorra militar y una camiseta
blanca metida por debajo de las bermudas, bien agarrada la camiseta
por el cinturón. Al vislumbrarlo en medio del calor me parece estar
viendo una nubecilla alcohólica a punto de evaporarse y cuando me lo
cruzo le dirijo una mirada tímida de reconocimiento al igual que
hacía con el cobrador cojo, pero él no me ignora, me la devuelve, y
nos miramos en un punto inconcreto del ojo que no acaba de ser la
pupila, como si quisiéramos averiguar la gradación alcohólica de
nuestros respectivos ojos.
6- Colecciono
moscas, y qué
Cometí un error garrafal no hace mucho
en clase de inglés. Textualmente vine a decir I,ve been looking for
flies to Dublin, lo cual venía a decir que había estado buscando
moscas que me llevaran a Dublin. Gramaticalmente hablando, era un
disparate, aunque me gustó la idea de irme a Dublin en mosca en vez
de en avión. Me gustaría sentirme así, lo suficientemente ligero
como para poder viajar en mosca a cualquier parte. De hecho la mosca
ya es mi medio de transporte favorito, si es que alguna vez no lo
fue. En el sueño más raro que he tenido nunca, los ojos se me
salieron de las cuencas y en vez de caerse al suelo empezaron a
revolotear alrededor de mi cabeza emitiendo un zumbido de mosca que
en ningún momento llegó a angustiarme, y al frotarse sus patitas
entre ellas yo sentía un cosquilleo en las pestañas que me
agradaba.
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